Hermann Hesse Siddaharta
PRIMERA PARTE
EL HIJO DEL BRAHMÁN
Siddharta, el agraciado hijo del
brahmán, el joven halcón, creció junto a su amigo Govinda al lado de la sombra
de la casa, con el sol de la orilla del río, junto a las barcas, en lo umbrío
del bosque de sauces y de higueras. EI sol bronceaba sus hombros brillantes al
borde del río, en el baño, en las abluciones sagradas, en los sacrificios
religiosos. La sombra se adentraba por sus negros ojos en el boscaje de mangos,
en los juegos de los niños, en el canto de su madre, en los sacrificios
religiosos, en las enseñanzas de su padre y sus maestros, en la conversación de
los sabios. Ya hacía mucho tiempo que Siddharta participaba en las conferencias
de los sabios. Con Govinda se entrenaba en las lides de Ja palabra, en el arte
de la contemplación, de saber ensimismarse. Ya podía pronunciar quedamente el
Om la palabra por excelencia. Había conseguido decirlo en silencio, aspirando
hacia adentro; aprendió a enunciarlo calladamente, aspirando hacia afuera,
concentrando su alma y con la frente envuelta en el brillo de la inteligencia.
Ya sabía entender el interior de su atman indestructible en el mundo material.
La alegría invadía el corazón de su padre al ver al hijo inteligente, con
deseos de saber; observaba cómo crecía en Siddharta un gran sabio y sacerdote,
un príncipe entre los brahmanes. Una deliciosa sensación llenaba el pecho de su
madre cuando le veía andar, sentarse y levantarse. Siddharta el fuerte, el
hermoso, el que caminaba sobre piernas delgadas, el que saludaba con perfectos
modales. EI corazón de las hijas de los brahmanes rebosaba amor cuando
Siddharta paseaba por las callejuelas de la ciudad con la frente iluminada, con
mirada real, con caderas estrechas. Pero Govinda era el que más amaba a
Siddharta, su amigo, el hijo del brahmán. Sentía afecto por la mirada de
Siddharta y por su cálida voz; gustaba de su manera de andar y de sus
armoniosos movimientos; apreciaba todo lo que Siddharta hacía y decía. Pero lo
que veneraba más era su inteligencia, sus altos pensamientos ardientes, su
férrea voluntad y su vocación sublime. Govinda lo presentía: Este no será un
brahmán corriente, ni un oscuro funcionario de los sacrificios, ni un ávido
comerciante de fórmulas mágicas, ni tampoco un orador vano y vacío, o un
sacerdote malicioso. Sin embargo, tampoco será una mansa y estúpida oveja entre
la masa del rebaño. No, y tampoco él, Govinda, quería ser así, un brahmán como
hay diez mil. Quería seguir a Siddharta, el amado, el maravilloso. Y si
Siddharta un día se convertía en dios, si un día entraba en el imperio de la
luz, Govinda le seguiría entonces, como su amigo, su acompañante, su criado, su
escudero, su sombra. Todos querían así a Siddharta. A todos daba alegría y
gozo. No obstante, el propio Siddharta no sentía alegría ni gozo de sí mismo.
Su corazón no compartía ese júbilo general cuando andaba por los caminos
rosados del jardín de higueras, o se hallaba sentado a la sombra azul del
bosque de la contemplación, cuando lavaba sus miembros en el diario baño
propiciatorio, o hacía sacrificios entre las profundas sombras del bosque de
mangos. Incesantemente se le aparecían sueños y pensamientos en que veía la
corriente del río, el brillo de las estrellas nocturnas, el resplandor del sol.
El ánimo se le intranquilizaba con pesadillas salidas del humo de los sacrificios,
de los versos del Rig Veda, de las doctrinas de los viejos brahmanes. Siddharta
había empezado a alimentar el descontento en su interior. Comenzó por
comprender que el amor de su padre, el cariño de su madre, y también el afecto
de su amigo, Govinda, no le harían feliz para toda la vida. No le satisfacía ni
le bastaba. Había empezado a presentir que su venerable padre y los otros
profesores, junto con los sabios brahmanes, ya le habían comunicado la parte
más importante de su sabiduría. Adivinaba que ya habían henchido hasta la
plétora el recipiente, y, sin embargo, el recipiente no se encontraba lleno. El
espíritu no se hallaba satisfecho, el alma no estaba tranquila, el corazón no
se sentía saciado. Las abluciones eran buenas, pero eran agua; no lavaban el
pecado, no curaban la sed del espíritu, no tranquilizaban el temor del corazón.
Los sacrificios y la invocación de los dioses eran excelentes... Pero, ¿lo eran
todo? ¿Daban los sacrificios la felicidad? ¿Y qué sucedía con los dioses?
¿Realmente era Prajapati el creador del mundo? ¿No era el atman, lo único, lo
indivisible? ¿Acaso los dioses no eran unos seres creados como yo y como tú,
súbditos del tiempo, pasajeros? ¿Tenía sentido, entonces, ofrecer sacrificios a
los dioses? ¿A quién más se debían ofrecer sacrificios y mostrar devoción, que
no fuera al único, al atman? ¿Y dónde se podía encontrar el atman? ¿Dónde
vivía, dónde latía su corazón eterno? ¿Dónde sino en el propio yo, en nuestro
interior, en lo indestructible que cada uno lleva dentro de sí? ¿Pero dónde se
hallaba este yo, este interior, este último? No es carne ni es hueso, no es
pensamiento ni conciencia: así lo enseñan los grandes sabios. Entonces, ¿dónde?
¿Dónde se encontraba? ¿Existía otro camino para llegar al yo, al atman..., un
camino que valía la pena buscar? ¡Pero nadie enseñaba ese camino! ¡Nadie lo
conocía! ¡Ni el padre, ni los profesores y sabios, ni los sagrados ritos de los
sacrificios! Todo lo sabían los brahmanes y sus libros religiosos. Lo conocían
todo. Se habían preocupado de todo; lo referente a la creación del mundo, al
origen de la oración, de los elementos, de la aspiración, de la espiración, a
las órdenes de los sentidos, a los hechos de los dioses. Sabían infinidad de
cosas. Pero, ¿tenía algún valor saber todo eso, si se desconocía al Uno, al
Unico, al más Importante, al únicamente Importante? Ciertamente, muchos versos
de los libros sagrados, sobre todo los Upanishandas de Samaveda, hablaban de
este interior y último. Maravillosos versos. «Tu alma es el mundo entero», se
leía allí. Y escrito está que el hombre, mientras duerme, durante el sueño
profundo, entra en su propio interior y vive en el atman. ¡Qué maravillosa
sabiduría entrañaban esos versos! Todo el conocimien- to de los grandes sabios
se había reunido en estas palabras mágicas, puras como la miel de las abejas.
No, no se debían menospreciar los enormes conocimientos que aquí se guardaban,
reunidos por innumerables generaciones de sabios y penitentes, que habían
logrado no sólo conocer este profundo saber, sino también vivirlo. ¿Dónde se
encontraba el experto que era capaz de retener el atman desde el sueño hasta el
despertar, durante la vida, con cada paso, palabra o hecho? Siddharta conocía a
muchos brahmanes venerables, sobre todo a su padre, el puro, el sabio, el más
reverenciado. Su padre era digno de admiración; su comportamiento resultaba
sosegado y noble, su vida era pura, su palabra sabia, los pensamientos de su
frente delicados y aristocráticos. Pero él, que sabía tanto, ¿vivía en la
bienaventuranza, tenía la paz? ¿Acaso no era también uno de los que buscan
siempre, sedientos? ¿No necesitaba beber continuamente en las fuentes sagradas,
en los sacrificios, en los libros, en los diálogos con los brahmanes? ¿Por qué
él, que era irreprochable, tenía que lavar diariamente sus pecados, esforzarse
cada día en la purificación, repetirla cotidianamente? ¿No estaba el atman en
él, no fluía la primera fuente de su propio corazón? ¡Esa primera fuente debía,
tenía que encontrarse en el propio yo! ¡Era necesario poseerla! Todo lo
restante era una simple búsqueda, un rodeo, un desvarío. Tales eran los
pensamientos de Siddharta. Esa era su sed, su sufrimiento. A menudo pronunciaba
las palabras de un Chandogya-Upanishad: -Quizás el nombre del brahmán sea
Satyam... Quien lo sabe con certeza entra diariamente en el mundo celestial.
Siddharta parecía estar a menudo cerca del mundo celeste, pero nunca lo había
alcanzado completamente, jamás había saciado la última sed. Tampoco ninguno de
todos los más sabios que Siddharta conociera, y de cuyas enseñanzas disfrutó,
había conseguido ese mundo celestial que apaga la sed eterna para siempre.
-Govinda -dijo Siddharta a su amigo-, Govinda, ven conmigo a la higuera de los
banianos. Tenemos que practicar el arte de la meditación. Se fueron a la
higuera de los banianos. Se sentaron. Aquí Siddharta y veinte pasos más allá
Govinda. Acomodado y dispuesto a decir el Om, Siddharta repitió el verso
murmurando: Om es el arco, la flecha, es
el alma, la meta de la flecha es el
brahmán, al que sin cesar se debe
alcanzar.
Cuando había pasado el tiempo
acostumbrado para el ejercicio del arte de ensimismarse, Govinda se levantó. Se
había hecho tarde; ya era la hora de efectuar la ablución de la noche. Llamó a
Siddharta por su nombre. Siddharta no contestó. Siddharta se hallaba sentado,
con la mirada fija en una meta lejana, con la punta de la lengua saliendo un
poco entre los dientes; parecía que no respiraba. Así sentado, logrado el arte
de ensimismarse, pensaba en el Om, enviaba su alma como una flecha hacia el
brahmán. Un día, por la ciudad de Siddharta pasaron unos samanas, ascetas
peregrinos; eran tres hombres enjutos y apagados, ni viejos ni jóvenes, con
hombros ensangrentados y llenos de polvo, casi desnudos, quemados por el sol,
rodeados de soledad, forasteros y enemigos del mundo, extraños y flacos
chacales en un reino de hombres. Tras ellos venía un ardiente hálito de
silenciosa pasión, de servicio destructivo, de despersonalización implacable.
Por la noche, después de la hora de la contemplación, Siddharta declaró a
Govinda: -Mañana de madrugada, amigo, Siddharta irá con los samanas. Será un
nuevo samana. Govinda palideció al oír tales palabras y al leer en la cara
inmóvil de su amigo aquella decisión imposible de desviar, como la flecha
disparada por el arco. De pronto, y con la primera mirada, Govinda se dio
cuenta: esto es sólo el principio; ahora Siddharta iniciará su camino, ahora
empieza a despertar su destino. Y con el suyo, también el mío. Y se tomó lívido
como la piel seca de un plátano. -Siddharta -invocó-. ¿Te lo permitirá tu
padre? Siddharta le observó como uno que empieza a despertarse. Raudo como una
flecha leyó en el alma de Govinda, adivinó el miedo, advirtió la sumisión. -Govinda -afirmó en voz baja-, no debemos
malgastar palabras. Mañana de madrugada empezaré la vida de los samanas. No se
hable más. Siddharta entró en la habitación donde se encontraba su padre
sentado encima de una estera de maguey; se colocó tras él y aguardó hasta que
se diera cuenta de que alguien se hallaba a sus espaldas. El brahmán preguntó:
-¿Eres tú, Siddharta? Pues manifiesta lo que has venido a decirme. Empezó
Siddharta: -Con tu permiso, padre. He venido
a comunicarte que deseo abandonar mañana tu casa para irme con los ascetas. Mi
deseo es convertirme en un samana. Espero que mi padre no se oponga. El brahmán
quedó en silencio y permaneció así tanto tiempo que, por la pequeña ventana,
pasaron las estrellas y cambiaron su figura antes de que se rompiera el
silencio de aquella habitación. Callado y sin moverse se hallaba el hijo, con
los brazos cruzados; callado y sin moverse el padre seguía sentado sobre la
estera. Y las estrellas pasaban por el cielo. Entonces declaró el padre: -No es
conveniente que un brahmán pronuncie palabras violentas y furiosas. Pero la
indignación estremece mi alma. No quiero oír de tu boca este deseo por segunda
vez. Lentamente se levantó el brahmán. Siddharta continuaba callado, con los
brazos cruzados. -¿Qué esperas? -preguntó el padre. Siddharta contestó: -Tú ya
sabes. Buscó su cama y se tendió en ella lleno de ira. Después de una hora, el
sueño no había conseguido cerrarle los ojos, se levantó el brahmán, paseó de un
lado a otro y por fin salió de la casa. A través de la pequeña ventana de la
habitación miró hacia el interior y vio a Siddharta en el mismo sitio, con los
brazos cruzados. Pálido, con su clara túnica reluciente. El padre regresó a su
lecho con el corazón intranquilo. Después de una hora sin conseguir conciliar
el sueño, se levantó otra vez, paseó de un lado a otro, salió de la casa y
observó que la luna había salido. A través de la ventana de la alcoba contempló
el interior; y allí se encontraba Siddharta sin haberse movido, con los brazos
cruzados, con la luz de la luna reflejándose en sus desnudas piernas. Con el
corazón abrumado, regresó a su cama. Y volvió después de una hora, de dos
horas; miró a través de la pequeña ventana y vio a Siddharta a la luz de la
luna, de las estrellas, en la oscuridad. Y lo repitió a cada hora, en silencio;
miraba hacia la alcoba y veía que Siddharta no se movía. Su corazón se llenó de
ira, se colmó de intranquilidad, se saturó de miedo, se nutrió de pena. Y en la
última hora de la noche, antes de que empezara el día, regresó; entró en el
cuarto y observó al joven, que le pareció más alto, como un extraño. -
Siddharta - invoco-. ¿ Qué esperas? -Tú ya sabes. -¿Te quedarás siempre así y
aguardarás hasta que se haga de día, hasta el mediodía, hasta la noche? -Me
quedaré así y esperaré. -Te cansarás, Siddharta. -Me cansaré. -Te dormirás,
Siddharta. -No me dormiré. -Te morirás, Siddharta. -Me moriré. -¿Y prefieres
morir antes que obedecer a tu padre? -Siddharta siempre ha obedecido a su
padre. -Así pues, ¿deseas abandonar tu idea? -Siddharta hará lo que su padre le
diga. La primera luz del día entró en la habitación. El brahmán vio que las
rodillas de Siddharta temblaban. Sin embargo, en el rostro de su hijo no vio
ninguna duda, sus ojos miraban hacia muy lejos. Entonces el padre se dio cuenta
de que Siddharta ya desde ahora no se hallaba a su lado, en su tierra. Ahora ya
le había abandonado. El padre tocó el hombro de Siddharta. -Irás al bosque
-dijo-, y serás un samana. Si encuentras la bienaventuranza en el bosque,
regresa y enséñamela. Si hallas el desengaño, vuelve y de nuevo sacrificaremos
juntos ante los dioses. Ahora ve, besa a tu madre y dile adónde vas. Ya es mi
hora de ir al río, a efectuar la primera ablución. Retiró la mano del hombro de
su hijo y salió. Siddharta vaciló en el momento en que intentó andar. Dominó
sus miembros, se inclinó ante su padre y se dirigió hacia su madre para obrar
tal como le había pedido el progenitor. Con la primera luz del día, Siddharta
abandonó lentamente la silenciosa ciudad, con las piernas entumecidas aún. En
la última choza apareció una sombra que se había escondido allí, y que se unió
al peregrino: era Govinda. -Has venido -declaró Siddharta, sonriente. -He
venido -respondió Govinda.
CON LOS SAMANAS
El mismo día, por la noche, alcanzaron
a los ascetas, los enjutos samanas, y les ofrecieron su compañía y obediencia.
Fueron aceptados. Siddharta regaló su túnica a un pobre de la carretera. Desde
entonces, sólo vistió el taparrabos y la descosida capa de color tierra. Comió
solamente una vez al día y jamás alimentos cocinados. Ayunó durante quince
días. Ayunó durante veintiocho días. La carne desapareció de sus muslos y
mejillas. Ardientes sueños oscilaban en sus ojos dilatados; en sus dedos
huesudos crecían largas uñas, y del mentón le nacía una barba reseca y
despeinada. La mirada se le tornaba fría cuando una mujer cruzaba por su
camino; la boca expresaba desprecio, cuando atravesaba la ciudad con personas
vestidas elegantemente. Vio negociar a los comerciantes, y cazar a los
príncipes; presenció el llanto de los familiares de un difunto; advirtió cómo
las prostitutas se ofrecían, cómo los médicos se preocupaban de los enfermos,
cómo los sacerdotes determinaban el día de la siembra, se percató de que los
amantes se querían, de que las madres daban el pecho a sus hijos. Y todo ello
no era digno de la mirada de sus ojos, todo mentía, todo apestaba; olía todo a
hipocresía, todo aparentaba tener sentido y felicidad y belleza, mas, sin
embargo, todo era ignorancia y putrefacción. Siddharta tenía un fin, una meta
única: deseaba quedarse vacío, sin sed, sin deseos, sin sueños, sin alegría ni
penas. Deseaba morirse para alejarse de sí mismo, para no ser yo, para
encontrar la tranquilidad en el corazón vacío, para permanecer abierto al
milagro a través de los pensamientos despersonalizados: ése era su objetivo.
Cuando todo el yo se encontrase vencido y muerto, cuando se callasen todos los
vicios y todos los impulsos en su corazón, entonces tendría que despertar lo
último, lo más íntimo del ser, lo que ya no es el yo, sino el gran secreto.
Siddharta permanecía en silencio bajo el calor vertical del sol ardiente de
dolor, de sed; y se quedaba así hasta que ya no sentía dolor ni sed. Se hallaba
en silencio durante la estación lluviosa el agua corría desde su cabello hasta
sus hombros que sentían el frío hasta sus caderas y hasta sus piernas heladas,
y el penitente continuaba así hasta que los hombros y las piernas ya no sentían
frío, hasta que se acallaban Se mantenía sentado en silencio sobre el bardal,
hasta que le goteaba sangre de la piel caliente, y después de las úlceras. Y
Siddharta continuaba erguido, inmóvil, hasta que ya no le goteaba la sangre,
hasta que nada le punzaba hasta que nada le quemaba. Siddharta estaba sentado
con rigidez y trataba de ahorrar aliento de vivir con poco aire, de detener la
respiración. Aprendía a tranquilizar el latido de su corazón con el aliento,
aprendía a disminuir los latidos de su corazón hasta que eran mínimos, casi
nulos. Instruido por el más anciano samana, Siddharta se entrenaba en la
despersonalización, en el arte de ensimismarse según las nuevas reglas de los
samanas. Una garza voló sobre el bosque de bambú y Siddharta absorbió a la
garza en su alma; voló con ella sobre el bosque y las montañas; era garza,
comía peces, sufría el hambre de la garza, hablaba el idioma de la garza,
sentía la muerte de la garza. Un chacal muerto se hallaba en la orilla arenosa,
y Siddharta entraba en el cadáver: era chacal muerto, yacía en la playa, se
hinchaba, apestaba, se descomponía; sintióse descuartizado por las hienas,
decapitado por los cuervos; se tomó esqueleto, y polvo, y el vendaval se lo
llevó. El alma de Siddharta regresó; había muerto, se había convertido en
polvo..., había probado la triste borrachera del ciclo. Ahora aguardaba con una
sed nueva, como un cazador, el hueco donde podría escapar del ciclo, donde
empezaría el fin de las causas y de la eternidad, del dolor. Mataba sus
sentidos, destrozaba su memoria, salía de su yo y entraba en mil
configuraciones extrañas: era animal, carroña, piedra, madera, agua. Y cada vez
se encontraba así mismo al despertar; brillaba el sol o la luna, de nuevo era
él, se movía en el ciclo, sentía sed, vencía la sed, y volvía a tener sed.
Siddharta estudió mucho con los samanas. Aprendió a andar por diversos caminos
para alejarse del yo. Anduvo por el camino de la despersonalización a través
del dolor, a través del sufrimiento voluntario y del vencimiento del dolor, del
hambre, de la sed, del cansancio. Caminó por la despersonalización a través del
pensamiento, de vaciar la mente de toda imaginación. Se enteró de estos y otros
métodos, mil veces abandonó su yo; durante horas y días permanecía en el no-yo.
Pero aunque los caminos se alejaban del yo, su final conducía siempre de nuevo
hacia el yo. Aunque Siddharta huyó mil veces del yo, permanecía en el vacío, en
el animal, en la piedra, no podía evitar el regreso, como era imposible escapar
de la hora en que vuelve uno a encontrarse bajo el brillo del sol o de la luz de
la luna, en la sombra o en la lluvia. Y de nuevo era el yo y Siddharta, y
sentía otra vez la tortura del ciclo impuesto. A su lado vivía Govinda, su
sombra; iba por los mismos caminos, se sometía a los mismos ejercicios. Pocas
veces hablaban juntos de otra cosa que no fuera lo que exigía el servicio y los
ejercicios. A veces los dos paseaban por los pueblos para pedir alimentos para
ellos y sus profesores. -¿Qué piensas, Govinda? -inquirió Siddharta en ocasión
de una de estas salidas-. ¿Crees que hemos adelantado? ¿Hemos logrado algún
fin? Govinda contestó: -Hemos aprendido y seguiremos aprendiendo. Tú serás un
gran samana, Siddharta. Has aprendido rápidamente todos los ejercicios, y a
menudo has dejado admirados a los viejos samanas. Algún día serás un santo,
Siddharta. Y Siddharta replicó: -No soy de la misma opinión, amigo. Lo que
hasta el día de hoy he aprendido de los samanas, Govinda, lo hubiera podido
aprender más rápidamente y con mayor sencillez en otro lugar. Se puede aprender
en cualquier taberna de un barrio de prostitutas, amigo mío, entre arrieros y
jugadores. Govinda exclamo: -Siddharta, ¿quieres burlarte de mí? ¿Cómo hubieras
podido aprender el arte de abstraerte, de contener la respiración, de
insensibilizarte contra el hambre y el dolor allí, entre aquellos miserables? Y
Siddharta dijo en voz baja, como si hablara consigo mismo: -¿Qué significa el
arte de ensimismarse? ¿Qué es el abandono del cuerpo? ¿Qué representa el ayuno?
¿Qué se pretende al detener la respiración? Se trata sólo de huir del yo. Es un
breve escaparse del dolor de ser yo, una breve narcosis contra el dolor y lo
absurdo de la vida. La misma huida, la misma breve narcosis encuentra el
arriero en el albergue cuando bebe algunas copas de aguardiente de arroz o de
leche de coco fermentada. Entonces ya no siente su yo, ya no experimenta los
dolores de la vida; en aquel momento ha encontrado una breve narcosis. Dormido
sobre su copa de aguardiente de arroz alcanza lo mismo que Siddharta y Govinda
después de largos ejercicios: escapar de su cuerpo y permanecer en el no-yo.
Así sucede, Govinda. Govinda repuso: -Así hablas, amigo, y sin embargo sabes
que Siddharta no es ningún arriero y que un samana no es un borracho. Verdad es
que el borracho encuentra su narcosis, alcanza una breve huida y un descanso,
pero regresa de la vana ilusión y se halla igual; no se ha hecho más sabio, no
ha ganado conocimientos. Siddharta declaró sonriente: -No lo sé, nunca he
estado borracho. Pero sí sé que yo, Siddharta, en mis ejercicios y en el arte
de ensimismarme sólo encuentro una breve narcosis, y me hallo tan alejado de la
sabiduría y de la redención como cuando de niño, en el vientre de mi madre.
Govinda, esto puedo afirmarlo. Y en otra ocasión, cuando abandonó el bosque
Siddharta con Govinda a fin de pedir alimentos en el pueblo para sus hermanos y
profesores, empezó a hablar de nuevo. -Govinda -dijo-, ¿cómo podemos saber si
vamos por el buen camino? ¿Nos acercamos a la ciencia? ¿Aceleramos nuestra
redención? O, ¿acaso andamos en círculo, nosotros, los que pretendemos
evadirnos del ciclo? Govinda alegó: -Hemos aprendido mucho, Siddharta, y mucho
queda por aprender. No damos vueltas, vamos hacia arriba; las vueltas son en
espiral y ya hemos subido muchos peldaños. Siddharta pregunto: -¿Cuántos años
crees que tiene el más anciano de los samanas, nuestro venerable profesor? Dijo
Govinda: -Quizá tenga unos sesenta. Y Siddharta: -Tiene sesenta años y no ha
llegado al nirvana. Tendrá setenta, y ochenta años, como tú y yo los tendremos,
y seguiremos con los ejercicios y ayunaremos, y meditaremos. Pero nunca
llegaremos al nirvana. Ni él, ni nosotros. Govinda, creo que seguramente ni uno
de todos los samanas llegará al nirvana. Ni uno. Encontramos consuelo,
alcanzamos la narcosis, aprendemos artes para engañarnos. Pero lo esencial, el
camino de los caminos, ése no lo hallaremos. Insinuó Govinda: -Desearía que no
pronunciaras palabras tan horribles, Siddharta. ¿Por qué ninguno encontrará el
camino de los caminos de entre tantos sabios, tantos brahmanes, tantos rígidos
samanas venerables, tantos hombres que buscan, tantos dedicados a profundizar,
tantos hombres sagrados? Sin embargo, Siddharta contestó en voz baja, en tono
triste e irónico a la vez: -Govinda, tu amigo abandonará pronto la senda de los
samanas, por la que tanto tiempo ha caminado contigo. Sufrí sed, Govinda, y
durante este largo trayecto con los samanas mi sed nada ha disminuido. Siempre
me hallé sediento de ciencia y lleno de preguntas. He interrogado a los
brahmanes año tras año, he indagado entre los sagrados Vedas año tras año.
Quizá, Govinda, si hubiera preguntado al cálao o al chimpancé me habrían
instruido tan bien, tan útilmente, con tanta inteligencia. Govinda, ¡he
necesitado tiempo para aprender, y aún no he conseguido entender que no se
puede aprender nada! Creo que realmente no existe eso que nosotros llamamos
«aprender». Sólo existe, amigo mío, un saber que está en todas partes, es
decir, el atman. Este se halla en mí y en ti, y en cada ser. Y empiezo a creer que
este saber no tiene peor enemigo que el querer saber, que el desear aprender.
Entonces Govinda se detuvo en el camino, levantó las manos y exclamó:
-¡Siddharta, desearía que no intranquilizaras a tu amigo con semejantes
palabras! Tus teorías despiertan verdadero temor en mi corazón. Y piensa
únicamente: ¿Qué sería de la santidad, de las oraciones, de la venerable clase
de los brahmanes, de la religiosidad de los samanas, si sucediera como tú
dices, si no existiese el aprender? ¿Qué sería, Siddharta, de todo lo que es
sagrado, valioso y venerable en este mundo? Y Govinda murmuró unos versos de un
Upanishanda:
Al que medite con la mente purificada
y se absorba en el atman, la bienaventuranza de su corazón no será explicable con palabras.
Pero Siddharta permanecía callado.
Pensaba en las palabras que Govinda le había dicho, y las meditó en lo más
recóndito de su significado. Sí, pensó Siddharta con la cabeza inclinada. ¿Qué
quedaría de todo lo que parece sagrado? ¿Qué quedaría? ¿Qué respondería a las esperanzas?
Y sacudió la cabeza. Una vez, cuando los jóvenes hacía ya aproximadamente tres
años que vivían con los samanas y habían participado en todos sus ejercicios,
les llegó de lejos una noticia, un rumor, una leyenda: había surgido un hombre,
llamado Gotama, el majestuoso, el buda, que en su persona había superado el
dolor del mundo y había parado la rueda de las reencarnaciones. Enseñando,
rodeado de discípulos, recorría el país sin propiedades, sin casa, sin mujer,
tan sólo con el ropaje amarillo del asceta, pero con la frente alegre, como un
bienaventurado, y los brahmanes y los príncipes se inclinaban ante él y se
convertían en sus discípulos. Esta leyenda, este rumor, este cuento sonó en el
aire, perfumó la atmósfera aquí y allá. Los brahmanes hablaban de ello en las
ciudades, los samanas en el bosque; siempre se repetía el nombre de Gotama, el
buda, a los oídos de los jóvenes, para bien y para mal, en alabanzas e
improperios. Como cuando una nación sufre la peste y se dice que allí o allá
hay un hombre, un sabio, un experto cuya palabra y aliento es suficiente para
curar a todos los enfermos, y esta noticia recorre el país y todos hablan de
ella, unos la creen, otros dudan, pero muchos se ponen rápidamente en camino para
buscar al sabio, al salvador, así también con aquel rumor perfumado de Gotama,
el buda, el sabio de la tribu de los Sakias. Los creyentes decían que Gotama
poseía la máxima ciencia, se acordaba de sus vidas pasadas, había alcanzado el
nirvana y jamás volvería al ciclo, jamás se hundiría de nuevo en la turbia
corriente de las configuraciones. Se decía de él muchas cosas maravillosas e
increíbles, había hecho milagros, había superado al demonio, había hablado con
los dioses. Pero sus enemigos y los incrédulos afirmaban que este Gotama era un
vano seductor, que pasaba sus días, holgadamente, despreciaba los sacrificios,
no era sabio y desconocía los ejercicios y la mortificación. La leyenda del
buda era dulce, los informes llevaban el perfume del encanto. Ciertamente el
mundo se hallaba enfermo y la vida era difícil de soportar. Y no obstante,
pongan atención: una fuente parece sonar como un suave mensaje, lleno de
consuelo y de nobles promesas. En todas partes adonde llegaba la voz del buda,
en todas las regiones de la India, los jóvenes escuchaban con interés, sentían
anhelo, esperanza; cualquier peregrino o forastero recibía excelente acogida
entre los hijos de los brahmanes de las ciudades, si traía noticias de Gotama,
el majestuoso, el Sakiamuni. La leyenda también había llegado hasta los samanas
del bosque, hasta Siddharta y Govinda. Lentamente, goteando. Cada gota iba
cargada de esperanza, de duda. Hablaban poco de ese asunto, ya que el más
anciano de los samanas no era amigo de la leyenda. Había oído que aquel
presunto buda había sido antes un asceta y había vivido en el bosque, pero que
después había vuelto a la vida holgada y a los placeres mundanos, y su opinión
sobre este Gotama era negativa. -Siddharta -dijo un día Govinda a su amigo-.
Hoy he estado en el pueblo, y un brahmán me invitó a entrar en su casa, y en
ella estaba el hijo de un brahmán de Magada que había visto con sus propios
ojos al buda, y le había oído predicar. Con certeza me dolía el aliento en el
pecho, y pensé: ¡Que yo también, que nosotros dos, Siddharta y yo, podamos
vivir la hora en que escuchemos la doctrina de los labios de aquel perfecto!
Dime, amigo, ¿no deberíamos ir asimismo nosotros hacia allí para escuchar las
enseñanzas de los mismos labios del buda? Siddharta contestó: -Govinda, siempre
pensé que Govinda se quedaría con los samanas; siempre había imaginado que su
meta era tener sesenta y setenta años, y seguir con las artes y los ejercicios
que ennoblecen a un samana. Pero mira por dónde no conocía bien a Govinda,
sabía muy poco de su corazón. Así pues, querido amigo, ahora quieres tomar un
sendero y marchar hacia donde el buda predica su doctrina. Govinda alegó: -¡Te
gusta burlarte! ¡Pues búrlate como siempre, Siddharta! ¿Acaso no se ha
despertado también en tu interior un deseo, una afición por escuchar semejante
doctrina? ¿Y no dijiste una vez que ya no pensabas andar mucho tiempo por el
camino de los samanas? Entonces Siddharta rió de la ocurrencia. Luego en su
voz, apareció una sombra de tristeza y de ironía, y declaró: -Bien, Govinda,
has hablado con mucha propiedad, te has acordado con suma agudeza. Sin embargo,
desearía que también recordaras el resto de lo que oíste de mí; o sea, que
desconfío de todo porque estoy cansado de las doctrinas y de aprender, y que es
muy pequeña mi fe en las palabras que nos llegan de profesores. Pero adelante,
querido amigo, estoy dispuesto a escuchar aquellas enseñanzas, aunque dentro de
mi corazón creo que ya hemos probado el mejor fruto de esa doctrina. Govinda
manifestó: -Tu decisión alegra mi alma. Pero dime, ¿cómo es posible? ¿Cómo
puede darnos su mejor fruto Ja doctrina de Gotama, aun antes de haberla
escuchado? Siddharta afirmó: -¡Gocemos de ese fruto y esperemos la
continuación, Govinda! ¡Lo que hemos de agradecer a Gotama, en primer lugar, es
que nos aleje de los samanas! Si además nos puede dar otra cosa mejor, amigo,
esperemos con el corazón tranquilo. Ese mismo día, Siddharta hizo saber al más
anciano samana su decisión de abandonarles. Se lo reveló con la cortesía y
modestia que corresponden a un joven discípulo. No obstante, el samana se
enfureció porque los dos jóvenes le querían abandonar, y empezó a vociferar y a
maldecir. Govinda se asustó y desconcertó. Pero Siddharta acercó su boca a la
oreja de Govinda y musitó en voz baja: -Ahora le demostraré al viejo que he
aprendido algo de sus enseñanzas. Se colocó ante el samana y concentró su alma;
captó la mirada del anciano con sus ojos, la paralizó, le hizo callar, le dejó
sin voluntad, le sometió a su razón y le ordenó ejecutar en silencio lo que le
exigía. El anciano enmudeció, sus ojos se quedaron fijos, su voluntad
paralizada, sus brazos relajados e impotentes junto a su cuerpo: había sido
vencido por el hechizo de Siddharta. Y los pensamientos de Siddharta se
apoderaron del samana y éste tuvo que hacer lo que los dos le mandaban. Y así,
el anciano se inclinó varias veces, hizo gestos de bendición y pronunció
vacilante un piadoso deseo para el viaje. Y los jóvenes replicaron agradeciendo
las reverencias: devolvieron el deseo, y tras saludar, se marcharon. Por el
camino comentó Govinda: -Siddharta, has aprendido de los samanas más de lo que
yo creía. Es difícil, muy difícil hechizar a un viejo samana. Seguro que site
quedas allí, pronto habrías aprendido a andar por encima del agua. -No deseo
andar por encima del agua -confesó Siddharta- ¡Que los viejos samanas se
contenten con semejantes artimañas!
GOTAMA
En la ciudad de Savathi todos los
niños conocían el nombre del majestuoso buda, y cada casa estaba preparada para
llenar el plato de limosnas a los discípulos de Gotama, que pedían en silencio.
Cerca de la ciudad se encontraba el lugar preferido de Gotama, el bosque
Jetavana, que había sido regalado para Gotama y los suyos por el rico
comerciante Anathapindika, un devoto admirador del majestuoso. Hacia aquella
región también se habían encaminado, gracias a los relatos y respuestas que
recibieron, los dos jóvenes ascetas en su búsqueda del Gotama. Y cuando llegaron
a Savathi, ya en la primera casa ante cuya puerta se detuvieron se les ofreció
comida, y ellos la aceptaron. Siddharta preguntó a la mujer que les daba de
comer: -Buena mujer, nos gustaría mucho que nos dijeras dónde se halla el buda,
el más venerable, pues somos dos samanas del bosque y hemos venido para ver al
perfecto, y escuchar la doctrina de sus labios. La mujer contestó: -Realmente
os habéis detenido aquí, en el lugar preciso, samanas del bosque. Debéis saber
que el majestuoso se encuentra en Jetavana, en el jardín de Anathapindika.
Allí, peregrinos, podréis pasar la noche, pues hay suficiente espacio, incluso
para los incontables que llegan a escuchar la doctrina de sus labios. Esto
alegró a Govinda, que lleno de gozo exclamó: - ¡Bien, pues hemos llegado a
nuestra meta, y nuestro camino ha terminado! Pero dinos tú, madre de los
peregrinos, ¿conoces al buda, le has visto con tus propios ojos? La mujer
repuso: -Muchas veces he visto al majestuoso. Muchos días le he observado
cuando pasa por las callejuelas, en silencio, con su ropaje amarillo, cuando
presenta en silencio su plato de limosnas en la puerta de las casas, y cuando
se lleva el plato lleno. Govinda escuchaba encantado y quería preguntar y oír
mucho mas. Pero Siddharta acordó seguir el camino. Dieron las gracias y se
fueron. Ni siquiera tuvieron que preguntar por el lugar, pues eran muchos los
peregrinos y monjes de la doctrina de Gotama que hacían el camino hacia
Jetavana. Y cuando de noche arribaron allí, observaron que había un continuo llegar,
exclamar y hablar entre aquellos que buscaban y recibían albergue. Los dos
samanas, acostumbrados a la vida del bosque, encontraron rápidamente y en
silencio un amparo, y descansaron allí hasta la manana siguiente. Al salir el
sol, vieron con asombro el gran número de fieles y curiosos que habían
pernoctado en aquel lugar. Por todas las sendas del maravilloso bosque
caminaban monjes con su vestidura amarilla; estaban sentados debajo de los
árboles, entregados a la contemplación o dedicados a la conversación
intelectual. Los umbrosos jardines parecían una ciudad llena de personas, que
pululaban como abejas. La mayoría de los monjes salían con el plato de
limosnas, a buscar en la ciudad alimento para la hora de la comida del
mediodía, la única de la jornada. También el mismo buda, el inspirado, solía
pedir limosnas por la mañana. Siddharta le vio y le conoció en seguida, como si
un dios se lo hubiera mostrado. Lo contempló: un hombre modesto, con su hábito
amarillo, con el plato de las limosnas en la mano, caminando en silencio.
-¡Mira allí! -gritó Siddharta en voz baja a Govinda-. Ese es el buda. Govinda
miró con atención al monje de vestiduras amarillas, que no parecía
diferenciarse en nada de los centenares de otros monjes. No obstante, reconoció
también Govinda: Este es. Y le siguieron y le observaron.
El buda continuó su camino
modestamente, entregado a sus pensamientos; su rostro sereno no era ni alegre
ni triste: parecía sonreír levemente en su interior. Caminaba el buda con una
sonrisa escondida, sosegada, tranquila, parecida a la de un niño sano; llevaba
el hábito y hacía sus pasos igual que todos los monjes, según unas reglas
exactas. Pero su cara y su manera de andar, su mirada tranquila y discreta, su
mano lacia y colgante, y aun cada dedo de esa mano hablaban de paz, de
perfección; no buscaba, no imitaba; respiraba suavemente, con una tranquilidad
imperturbable, con una luz imperecedera, con una paz intangible. Así caminaba
Gotama hacia la ciudad para pedir limosnas y los dos samanas sólo le conocieron
por la perfección de su alma, por el sosiego de su figura, en la que no había
búsqueda, ni voluntad, ni imitación, ni esfuerzo, sólo luz y paz. -Hoy
escucharemos la doctrina de sus labios -comentó Govinda. Siddharta no contestó.
Sentía poca curiosidad por esa doctrina, no creyó que llegara a enseñarle nada
nuevo, ya que él, al igual que Govinda, había escuchado una y otra vez el
contenido de esa doctrina del buda, aunque por informes que habían pasado en
general de boca en boca. Pero ahora miró con atención la cabeza de Gotama, sus
hombros, sus pies, su mano tranquilamente relajada; y a Siddharta le pareció
que cualquier miembro de cualquier dedo de esa mano era doctrina; respiraba y
brillaba todo él verdad. Ese hombre era un santo. Jamás Siddharta había
admirado y amado tanto a un hombre como a aquél. Los dos siguieron al buda
hasta la ciudad y volvieron en silencio, pues ellos mismos pensaban renunciar a
los alimentos de aquel día. Contemplaron a Gotama de regreso; lo observaron
rodeado de sus discípulos, tomando el almuerzo; lo que comía ni siquiera
bastaba a un pájaro, y vieron cómo se retiraba luego a la sombra de los mangos.
Pero por la noche, cuando se apagó el calor y el campamento se llenó de vida,
escucharon la doctrina del buda. Oyeron su voz, que también era perfecta,
tranquila y llena de sosiego. Gotama enseñó la doctrina del sufrimiento; habló
sobre el origen del dolor y sobre el camino para reducir ese dolor. Su oración
era sencilla y serena. La vida era dolor, el mundo estaba lleno de sufrimiento,
pero se había hallado la liberación del dolor: tal liberación estaba en manos
del que seguía el camino del buda. El majestuoso predicaba con voz suave, pero
firme, enseñaba las cuatro frases principales, mostraba el octavo sendero,
repetía con paciencia y constancia la enseñanza, los ejemplos; su voz flotaba
clara y sosegada sobre los oyentes, como una luz, como un cielo de estrellas.
Ya era de noche cuando el buda terminó su oración. Muchos peregrinos se le
acercaron y rogaron que les aceptara en la comunidad, pues querían refugiarse
en la doctrina. Y Gotama los aceptó diciendo: -Se os ha enseñado la doctrina y
vosotros la habéis escuchado con atención. Acercaos, pues, y caminad hacia la
santidad, para preparar el fin de todos los dolores. También se adelantó
Govinda, el tímido, y declaró: -Yo también me refugio en el majestuoso y su
doctrina. Y así Govinda pidió que le aceptaran entre los discípulos, y fue
admitido. Inmediatamente después, cuando el buda ya se había retirado para
descansar durante la noche, Govinda se dirigió a Siddharta y manifestó con
solicitud: -Siddharta, no tengo derecho a reprocharte nada. Los dos hemos
escuchado al majestuoso, los dos nos hemos enterado de su doctrina. Govinda ha
oído la predicación y se ha refugiado en ella. Pero tú, a quien admiro, ¿acaso
no quieres caminar por el sendero de la liberación? ¿Prefieres vacilar? ¿Deseas
esperar aún? Siddharta despertó como de un sueño, al escuchar semejantes
palabras de Govinda. Durante largo tiempo observó el rostro del amigo. Luego
habló en voz baja, sin ironía. -Govinda, mi amigo -le dijo-, ahora has dado el
paso, ahora has elegido tu camino. Siempre, Govinda, has sido mi amigo, siempre
has andado un paso tras de mí. A menudo he pensado: ¿No dará Govinda nunca un
paso solo, sin mí, por su propia iniciativa? Y ahora te has hecho hombre y eliges
tú mismo el camino. ¡Que lo andes hasta el fin, amigo! ¡Que encuentres la
liberación! Govinda, que aún no comprendía bien la situación, repitió su
pregunta con tono impaciente: -¡Por favor, habla! ¡Te lo ruego, amigo! ¡Dime
que no me engaño, que tú también, mi sabio amigo, te refugiarás junto al
majestuoso buda! Siddharta colocó una mano sobre el hombro de Govinda y repuso:
-¿No has escuchado mi bendición, Govinda? Te la repito: ¡Que recorras ese
sendero hasta el fin! ¡Que encuentres la liberación! En ese momento, Govinda se
percató de que su amigo le abandonaba, y empezó a llorar. - ¡ Siddharta! -
exclamó entre sollozos. Siddharta se expresó con cariño: -¡No olvides, Govinda,
que ahora perteneces a los samanas del buda! Has renunciado a tu casa y a tus
padres; has negado tu origen y tu propiedad, has repudiado tu propia voluntad,
has rechazado la amistad. Así lo quiere la doctrina, así opina el majestuoso.
Así has elegido tu mismo. Mañana, Govinda, me marcharé. Todavía caminaron
durante mucho tiempo los dos amigos por el bosque; se tendieron por largo
tiempo sin encontrar el sueño. Govinda no dejaba de insistir una y otra vez a su
amigo para que le dijera por qué no se refugiaba en la doctrina de Gotama, qué
falta encontraba a esa doctrina. Pero Siddharta cada vez le rechazaba alegando:
-¡Quédate contento, Govinda! Muy buena es la doctrina del majestuoso, ¿cómo
podría encontrarle una objeción? De madrugada, un seguidor del buda, uno de sus
más antiguos monjes, pasó por el jardín y llamó a todos aquellos que se habían
refugiado en la doctrina, como novicios, para ponerles las vestiduras amarillas
e instruirlos en las primeras enseñanzas y obligaciones de su clase. Y Govinda
se levantó, abrazó una vez más al amigo de su juventud y siguió a los restantes
novicios. Siddharta, sin embargo, se quedó meditando en el bosque. Entonces se
cruzó en su camino Gotama, el majestuoso; le saludó con profundo respeto y al
ver la mirada del buda tan llena de paz y bondad, el joven tuvo valor para
solicitar al venerable que le permitiera hablarle. En silencio, el majestuoso
le concedió el permiso. Siddharta balbuceó: -Ayer, majestuoso, tuve el honor de
escuchar tu singular doctrina. Vine desde muy lejos con mi amigo para
escucharte. Y ahora mi amigo se quedará con los tuyos, se ha refugiado en ti.
Yo, sin embargo, empiezo de nuevo mi peregrinación. -Como tú prefieras -dijo el
venerable, con cortesía. -Quizá mis palabras resulten demasiado atrevidas
-continuó Siddharta-, pero no quisiera abandonar al majestuoso sin haberle
comunicado mis pensamientos con sinceridad. ¿Quiere aún prestarme el venerable
un momento de atención? En silencio el buda se lo concedió. Siddharta explicó:
-Venerable, he admirado sobre todo una cosa en tu doctrina. Todo en ella está
perfectamente claro y comprobado; muestras el mundo como una cadena perfecta
que nunca se interrumpe, como una eterna cadena hecha de causas y efectos. Jamás
se había visto eso con tanta claridad, nunca había sido demostrado tan
indiscutiblemente; en verdad, el corazón del brahmán palpita con más fuerza
cuando ve el mundo a través de tu doctrina, como perfecta relación,
ininterrumpida, lúcida como un cristal, independiente de la casualidad, libre
de los dioses. Queda en tela de juicio si el mundo es bueno o malo, si la vida
en él es sufrimiento o alegría; quizá sea porque ello no es esencial. Pero la
unidad del mundo, la relación entre todo lo que sucede, el enlace de todo lo
grande y lo pequeño por la misma corriente, por la misma ley de las causas del
nacer y morir, todo eso brilla con luz propia en tu majestuosa doctrina. No
obstante, según tu propia teoría, esa unidad y consecuencia lógica de todas las
cosas, a pesar de todo se encuentra cortada en un punto, en un pequeño vacío
donde entra en este mundo de la unidad algo extraño, algo nuevo, algo que antes
no existía, y que no puede ser enseñado ni demostrado: ésa es tu doctrina de la
superación del mundo, de la redención. Pero con este pequeño vacío, con esa
pequeña fisura, la eterna ley uniforme del mundo queda destruida y anulada otra
vez. Perdóname, si pongo tal objeción. Gotama le había escuchado con
tranquilidad, sin moverse. Con voz bondadosa, cortés y clara le contestó ahora:
-Tú has escuchado la doctrina, hijo de brahmán ¡Dichoso de ti por haber pensado
en ella! Tú has encontrado un vacío, una falta. Sigue pensando en la doctrina.
Pero deja que te avise, tú que tienes tanto afán por saber acerca de la
dificultad de las opiniones y la desavenencia de las palabras. No importan las
opiniones, sean buenas o malas, inteligentes o insensatas; cualquiera puede
defen- derlas o rechazarlas. Pero la doctrina que has oído de mis labios no es
mi opinión, ni su objetivo es explicar el mundo para los que tienen afán de
saber. Su fin es otro: es la redención de los sufrimientos. Eso es lo que
enseña Gotama, nada más. -No me guardes rencor, majestuoso -exclamó el joven-.
No te he hablado así para buscar un desacuerdo o la desavenencia con palabras.
Desde luego, tienes razón, y poco importan las opiniones. Pero déjame decir una
cosa más: ni un momento he dudado de ti. Ni un momento he dudado de que tú
fueras el buda, de que hubieras llegado a la meta, al máximo, hacia el que
tantos brahmanes e hijos de brahmanes se hallan en camino. Has encontrado la
redención de la muerte. La has hallado con tu misma búsqueda, con tu propio
camino, a través de pensamientos, ensimismaciones, ciencia, reflexión,
inspiración. ¡Pero no la has encontrado a través de una doctrina! Yo pienso,
majestuoso, ¡que nadie encuentra la redención a través de la doctrina! ¡A
nadie, venerable, le podrás comunicar con palabras y a través de la doctrina lo
que te ha sucedido a ti en el momento de tu inspiración! Mucho es lo que
contiene la doctrina del inspirado buda, a muchos les enseña a vivir
honradamente, a evitar lo malo. Pero esta doctrina tan clara y tan venerable no
contiene un elemento: el secreto de lo que el majestuoso mismo ha vivido, él
solo, entre centenares de miles de personas. Esto es lo que he pensado y
comprendido cuando escuchaba tu doctrina. Y por ello, continúo mi
peregrinación. No para buscar otra doctrina mejor, pues sé que no la hay, sino
para dejar todas las doctrinas y a todos los profesores, y para llegar solo a
mi meta, o morirme. Sin embargo, a menudo me acordaré de este día, majestuoso,
y de esta hora en que mis ojos vieron a un santo. Los ojos del buda miraron
sosegadamente hacia el suelo; en su rostro impenetrable resplandecía la
tranquilidad del alma. -¡Que tus creencias no sean erróneas! -invocó el
venerable lentamente-. ¡Que alcances tu fin! Pero antes dime: ¿Has visto el
conjunto de mis samanas, de mis muchos hermanos, que se han refugiado en la
doctrina? ¿Y crees tú, samana forastero, que para todos ellos sería mejor
abandonar la doctrina y volver a la vida del mundo y de los placeres? -Tal
pensamiento se encuentra muy distante de mí -alegó Siddharta-. ¡Que todos ellos
se queden con la doctrina, que alcancen su meta! ¡No tengo derecho a juzgar la
vida de otro! Tan sólo para mí, únicamente para mí he de juzgar, elegir,
rechazar. Nosotros, los samanas, buscamos la redención del yo, majestuoso. Si
ahora fuera uno de tus discípulos, venerable, temo que me ocurriera que sólo
aparentemente mi yo consiguiera la tranquilidad y la redención; pero me
engañaría, pues viviría con la verdad y me haría más importante, ya que
entonces escondería dentro de mi yo la doctrina, la imitación, mi amor hacia ti
y hacia la comunidad de los monjes. Con media sonrisa y con una amabilidad
clara e inalterable, Gotama fijó sus ojos en la mirada del forastero y le
despidió con un gesto apenas perceptible. -Eres inteligente, samana -declaró el
venerable-; sabes hablar muy bien, amigo. ¡Guárdate de una inteligencia
demasiado grande! El buda continuó su camino. Su mirada y su media sonrisa se
grabaron para siempre en la memoria de Siddharta. «Así todavía no he visto
mirar ni sonreír, sentarse o caminar a ninguna persona -pensó Siddharta-; de
verdad, que también me gustaría poder mirar y sonreír, sentarme y caminar tan
libremente, con tanta veneración, tan escondido, abierto, infantil y misterioso
a la vez. Es verdad que sólo mira y camina así una persona que ha penetrado en
lo más interior de su propio ser. Bien, también yo intentaré penetrar en lo más
recóndito de mí mismo. «He visto a una persona -meditó Siddharta-, a una sola,
ante la cual he tenido que bajar la mirada. Ante nadie más quiero bajar mis
ojos, ante nadie más. Ninguna doctrina me tentará, ya que la doctrina de este
hombre no me ha tentado. «EI buda me ha robado -reflexionó Siddharta-. Me ha
robado, pero más aún me ha regalado. Me ha robado un amigo que creía en mí y
que ahora cree en él, que era mi sombra y que ahora es la sombra de Gotama.
Pero me ha regalado a Siddharta, a mí mismo.»
DESPERTAR
Cuando Siddharta abandonó el bosque,
dejó al buda, el perfecto, y también a Govinda; sintió que en ese bosque se
quedaba asimismo su vida actual, que se separaba de él. Caminando despacio,
pensó en este sentimiento que le llenaba por completo. Razonó hondamente, se
dejó deslizar como a través de unas aguas profundas, dejóse caer hasta el fondo
de ese sentimiento, hasta allí donde se encuentran las causas. Creía que
comprender las causas era precisamente pensar, y que sólo a través de la razón,
los sentimientos pueden convertirse en comprensión, es decir, que no se
pierden, sino que se transforman en sustancias y empiezan a derramar su contenido.
Mientras caminaba lentamente, Siddharta meditó. Se dio cuenta de que ya no era
un joven, sino que se había convertido en hombre. Sentía que algo le había
abandonado, como la vieja piel desampara a la serpiente; comprendió que algo ya
no existía en él, algo que siempre le había acompañado y que había sido parte
interesante de su ser durante toda su juventud: el deseo de tener profesores y
de recibir enseñanzas. Incluso había abandonado al buda, el último profesor que
se cruzara en su camino; también él, el más grande y más sabio de los
profesores, el más sagrado se vio obligado a separarse de él, no había podido
aceptar su doctrina. Pensativo, Siddharta retrasó todavía más su paso, mientras
se preguntaba a sí mismo: «¿Qué has querido aprender de las doctrinas y de los
profesores? ¿Qué es lo que ellos no han podido enseñarte, a pesar de lo mucho
que te han ilustrado?» Y se contestó: «Era el yo, cuyo sentido y carácter
quería aprender. Era el yo, del cual me quería librar, al que quería superar.
Pero no lo conseguí, tan sólo podía engañarlo, únicamente podía huir de él,
esconderme. ¡Ciertamente, ninguna cosa del mundo me ha obsesionado tanto como
este mi yo, este enigma de vivir: que soy un individuo separado y aislado de
todos los demás, que soy Siddharta! ¡Y de ninguna otra cosa del mundo sé tan
poco como de mí, de Siddharta!» El pensador, que caminaba lentamente, se detuvo
dominado por esta idea; y de pronto, saltó de este pensamiento a otro, uno
nuevo que decía: «Unicamente hay una causa, una sola causa que explique por qué
yo no sé nada de mí, que Siddharta me sea tan extraño y desconocido: ¡Yo tenía
miedo de mí mismo, huía de mí mismo! Buscaba el atman a Brahma; estaba
dispuesto a despedazar y a descamar mi yo para encontrar en su interior el
núcleo de todo, el atman, la vida, lo divino, lo último. Pero me he perdido a
mí mismo.» Siddharta abrió los ojos y miró a su alrededor; una sonrisa iluminó
su rostro y recorrió todo su cuerpo, hasta la yema de los dedos: era el
profundo sentimiento del despertar, después de largos sueños. De repente se
encontró andando otra vez, con paso rápido, como el de un hombre que sabe lo
que tiene que hacer. «¡Oh! -pensó respirando profundamente-. ¡Ahora ya no
permitiré que se escape Siddharta! Ya no quiero empezar mis reflexiones y mi
vida con el atman y con la pena del mundo. Ya no deseo matarme ni despedazarme
para hallar un misterio detrás de las ruinas. Ya no me enseñará el yoga- veda,
ni el atharva-veda, ni los ascetas, ni cualquier otra doctrina. Quiero aprender
de mí mismo, deseo ser mi discípulo, conocerme, adentrarme en el misterio de
Siddharta.» Miraba a su alrededor, como si viese al mundo por primera vez. ¡Era
hermoso el mundo, y de variados colores! El mundo se le presentaba curioso y
enigmático. Aquí azul, allí amarillo, allá verde, el cielo y el río corrían, el
bosque y el monte mezclaban su belleza, misteriosa y mágica, y allí, en medio,
Siddharta, que se despertaba, que se ponía en camino hacia sí mismo. A través
del ojo de Siddharta entró por primera vez todo eso, el amarillo y el azul, el
río y el bosque, ya no era la magia de Mara, ni el velo de Maja; ya no era la
multiplicidad inútil y casual del mundo visible y despreciable para el brahmán
profundo, que desprecia lo múltiple y busca la unidad. Azul, era azul, río era
río, aunque dentro del azul y del río y de Siddharta vivía escondido lo único y
lo divino; precisamente, pues, el carácter y la esencia de lo divino era el ser
aquí amarillo, allí azul, allá cielo, acullá bosque y aquí Siddharta. El
sentido y el carácter no estaban detrás de las cosas, estaban dentro de ellos,
dentro de todo. «¡Qué sordo y torpe he sido! -meditó a paso ligero-. Si alguien
lee un escrito para buscarle un sentido, no desprecia los signos y las letras,
ni los llama engaño, casualidad o cáscara inútil; al contrario, los lee, los
estudia, los ama letra por letra. Sin embargo, yo quería leer el libro del
mundo y el de mi propio carácter; sin embargo, he despreciado los signos y las
letras en favor de un sentido imaginado ya de antemano; llamaba al mundo
visible un engaño, consideraba mi ojo y mi lengua como apariencias casuales y
sin valor. No, esto ha pasado ya: ahora me he despertado, realmente he
conseguido desvelarme; y hoy, por fin, he nacido.» Mientras Siddharta
reflexionaba así, de nuevo se detuvo, ahora de repente, como si se le hubiera
cruzado una serpiente en el camino. Y es que de improviso había comprendido
también lo siguiente: él, realmente, era como una persona que se despierta o
como un recién nacido, tenía que comenzar de nuevo su vida desde un principio.
Aquella misma mañana, al abandonar el bosque de Jatavana, el de aquel
majestuoso, y empezar a despertarse, a caminar hacia sí mismo, le había
parecido natural su intención de regresar a su tierra y a su casa paterna,
después de los años de ascetismo. Pero ahora, en este momento, cuando se detuvo
como si se le hubiera cruzado una serpiente en el camino, también se
despertaron sus sospechas. «Ya no soy el que fui -se dijo-; ya no soy asceta,
ni sacerdote, ni brahmán. ¿Qué haría en casa de mi padre? ¿Estudiar?
¿Sacrificar? ¿Ejercer el arte de reflexionar? Todo ello ya es pasado, ya no se
halla en mi camino.» Siddharta estaba inmóvil y, por un momento, su corazón
sintió frío; cuando se dio cuenta de lo solo que se hallaba, sintió en su pecho
un escalofrío, como si se tratara de un animal pequeño, un pájaro o una liebre.
Durante años no había tenido casa, y no la había necesitado. Ahora si. Siempre,
incluso en la máxima entrega, había sido el hijo de su padre, había sido
brahmán, de elevada casta, un sacerdote. Ahora, únicamente era Siddharta, el
que se había despertado: nada más. Respiró profundamente y, por un momento, al
sentir frío, se estremeció. Nadie estaba tan solo como él. No existía el noble que
no perteneciese a la nobleza, ni el artesano que no formara parte del gremio de
los artesanos y que no encontrara refugio entre ellos, que no participase en su
vida y hablase su idioma. Todos los brahmanes se hallaban entre los brahmanes y
vivían con ellos; el asceta, que no encuentra refugio en la clase de los
samanas, e incluso el ermitaño perdido en el bosque, no era un solitario:
también a éste le rodeaba su pertenencia, también compartía con una casta, que
era el suelo patrio. Govinda se había convertido en monje, y mil monjes eran
sus hermanos, llevaban su mismo vestido, tenían su misma fe, hablaban su
idioma. ¿Pero él, Siddharta, a qué pertenecía? ¿La vida de quién compartiría?
¿Qué idioma hablaría? A partir de este momento surgió un Siddharta con un yo
más profundo, más concentrado; y fue precisamente en el instante en que el
mundo de su alrededor se fundía, cuando se encontró solo como una estrella en
el firmamento, al experimentar frío y desaliento. Siddharta percibía; había
sido el último estremecimiento del despertar, la última contracción del parto.
Y de pronto, volvió a caminar, echó a andar rápidamente, con impaciencia; ya no
se dirigía a su casa, ni iba hacia su padre, ni marchaba hacia atrás.
SEGUNDA PARTE
KAMALA
A cada paso del camino aprendía
Siddharta cosas nuevas, pues el mundo se encontraba cambiado, y su corazón se
solazaba. Veía salir el sol por encima de los montes verdes y lo veía ponerse
sobre la lejana playa de palmeras. Por la noche contemplaba las estrellas,
ordenadas en el cielo, y la luna creciente flotando en el azul, como una barca.
Observaba los árboles, los astros, los animales, las nubes, las lejanas y altas
montañas, azules y suaves; los pájaros y las abejas que zumbaban, el viento que
soplaba sobre los campos de arroz. Todo ello siempre había existido de mil
maneras diferentes y en multitud de colores, siempre había brilIado el sol y la
luna; siempre los ríos habían murmurado y las abejas habían zumbado. Sin
embargo, en otros tiempos, todo ello no fue más que un velo pasajero y engañoso
para el ojo de Siddharta, que observaba con desconfianza; como penetraba en
todo con el pensamiento, y no queriendo destruir lo que no era sustancia,
resultó que la sustancia se le colocó más allá de lo visible. Pero ahora, su
ojo libre veía más cerca, observaba y comprendía lo que se hallaba ante su
vista; buscaba su patria en este mundo, y no en la sustancia; su fin ya no
estaba en el más allá. El mundo era bello, si se lo contemplaba con la sencillez
de un niño. Hermosas eran la luna y las estrellas, el riachuelo y la orilla, el
bosque y la roca, la oveja y el cárabo dorado, la flor y la mariposa. Bello y
gozoso era el caminar por este mundo, de manera tan infantil, tan despierta,
tan abierta a lo cercano, tan confiada. El calor del sol sobre la cabeza era
diferente, igual que el frescor de la sombra del bosque, el sabor del riachuelo
y de la cisterna, de la calabaza y del plátano. Los días eran cortos, y también
las noches; cada hora huía con rapidez, como una vela sobre el mar, la de un
barco repleto de riquezas, de alegrías. Siddharta veía una familia de monos
saltando por las copas de los árboles y escuchaba un canto ávido y salvaje.
Siddharta miraba cómo un carnero perseguía a una oveja y cómo luego se
juntaron. En el lago cubierto de cañas observó al lucio hambriento cazando de
noche; delante de él saltaban en el agua los peces jóvenes, llenos de miedo, y
los remolinos que originaba el impetuoso cazador llevaban el hálito imperioso
de la fuerza y la pasión. Todo eso siempre había existido, y él no se había
percatado, no había participado del mundo. Ahora sí. Por su ojo pasaba la luz y
la sombra, por su corazón circulaban las estrellas y la luna. Por el camino,
Siddharta también recordó todo lo que había vivido en el jardín de Jetavana, la
doctrina que había escuchado allí, de labios del divino buda, la despedida de
Govinda, la conversación con el majestuoso. Acordóse de nuevo de las propias
palabras que había dirigido al majestuoso, de cada frase, comprendió con
asombro que había dicho cosas que hasta entonces realmente no sabía. Lo que
dijera a Gotama: que el tesoro y el secreto del buda no eran la doctrina, sino
lo inexplicable, lo que no podía enseñarse, lo que él había vivido en la hora
de su inspiración, esto era precisamente lo que él pensaba vivir ahora, lo que
en aquel momento comenzaba a vivir. Ahora tenía que existir consigo mismo.
Incluso antes supo que su propio yo era atman, hecho de la misma sustancia
eterna del Brahma. Pero nunca había encontrado ese yo, realmente, porque quería
pescarlo con la red del pensamiento. No obstante, lo más seguro es que el
cuerpo no fuera el yo, ni en el juego del sentido tampoco lo era el pensar, ni
la inteligencia ni la sabiduría aprendida, ni la enseñanza en el arte de sacar
conclusiones y de construir nuevos pensamientos por entre las teorías ya
enunciadas. No, también el mundo de los pensamientos se encontraba aún de este
lado, y no conducía a ningún fin; se mataba al fugaz yo de los sentidos, y, sin
embargo, se alimentaba al fugaz yo de las reflexiones y la sabiduría. Ambos,
los pensamientos como los sentidos, eran cosas hermosas; detrás de ambas se
escondía el último sentido; debía escucharse a los dos, se tenía que jugar con
ambos, no se debía menospreciar ni atribuir demasiado valor a ninguno de ellos;
era necesario escuchar las voces interiores y secretas de ambos. Tan sólo deseo
que la voz no me mande detenerme en otra parte que no sea la que desee la voz,
pensaba. ¿Porqué Gotama en la hora de las horas se había sentado bajo aquel
árbol donde tuvo la inspiración? Había oído una voz, un grito en su propio
corazón que le ordenaba descansar debajo de aquel árbol; y Gotama no había
preferido la mortificación, ni el sacrificio, ni el baño, ni la oración, ni la
comida ni la bebida, ni el sueño, sino que había obedecido a la voz. Obedecer
así, no era doblegarse a una orden exterior, sino sólo a la voz interior; estar
tan dispuesto era lo mejor, lo necesario, lo más conveniente. Durante la noche,
cuando dormía en la choza de paja de un barquero, junto al río, Siddharta tuvo
un sueño: Govinda estaba delante de él con su vestidura amarilla de asceta.
Govinda tenía un aspecto triste y con melancolía le preguntaba: «¿Por qué me
has abandonado?» Entonces Siddharta abrazó a Govinda, lo tomó entre sus brazos,
lo estrechó contra su pecho y lo besó... ya no era Govinda, sino una mujer, y
del vestido le salía un seno turgente. Tendiase Siddharta, y bebía. La leche de
ese pecho sabía dulce y fuerte. Su sabor era de mujer y de hombre, de sol y de
bosque, de flor y de animal, de todas las frutas y todos los placeres;
embriagaba y hacía perder el sentido. Cuando Siddharta despertó, el río pálido
brillaba a través de la puerta de la choza, y en el bosque se oía grave y
sonoro el grito sombrío de un búho. Al amanecer, Siddharta rogó a su anfitrión,
el barquero, que le llevara al otro lado del río. El barquero le trasladó en su
balsa de bambú. El agua ancha resplandecía con el color cobrizo del crepúsculo
matutino. -Este es, en verdad, un hermoso río -dijo a su acompañante. -Sí
-respondió el barquero-; es un río espléndido. Es lo que más quiero. A menudo
le he escuchado, me he mirado en sus ojos, y siempre he aprendido algo nuevo de
él. Se puede aprender mucho de un río. -Te doy las gracias, mi bienhechor
-exclamó Siddharta, cuando saltó a la otra orilla-. No tengo ningún regalo para
darte, amigo, ni puedo pagarte. Soy un vagabundo, un hijo de un brahmán y un
samana. -Ya me di cuenta de ello -contestó el barquero-. Y no esperaba de ti
sueldo ni regalo. Me harás el obsequio en otra ocasión. ¿Así lo crees?
-preguntó alegre Siddharta. -Desde luego. También eso lo he aprendido del río:
¡todo vuelve! Tú también volverás, samana. Ahora, ¡adiós! Que tu amistad sea mi
paga. ¡ Que pienses en mí, cuando sacrifiques ante los dioses! Sonrientes se
despidieron. Siddharta sintióse contento por la amistad y la amabilidad del
barquero. «Es como Govinda -pensó Siddharta, jocoso-: todos los que encuentro
en mi camino son como Govinda. Todos son agradecidos, a pesar de que ellos
mismos podrían pedir agradecimiento. Todos son sumisos, a todos les gusta ser
amigos, les agrada obedecer, pensar poco. Los hombres son como niños.» Al
mediodía pasó por un pueblo. Delante de las cabañas de barro, los pequeños se
revolcaban en la calle, jugaban con pipas de calabazas y con caracolas, se
gritaban y se peleaban, pero todos huían tímidos ante el samana forastero. Al
final del pueblo, en el camino por el que cruzaba un riachuelo, una joven
estaba arrodillada, lavando vestidos a la orilla del torrente. Cuando Siddharta
la saludó, la muchacha alzó la cabeza y le miró con una sonrisa que hizo
brillar la blancura de sus dientes. Siddharta pronunció la bendición de los
peregrinos y preguntó cuánto faltaba para llegar a la gran ciudad. Entonces la
joven levantóse y se le acercó; el brillo de su boca húmeda resplandecía en el
rostro juvenil. Echó a andar junto a Siddharta y entre bromas le preguntó si ya
había comido, y si era verdad que los samanas dormían solos por la noche en el
bosque, y que no podían tener una mujer. En esto, la muchacha colocó su pie
izquierdo sobre el derecho de Siddharta, e hizo un ademán, el que hace la mujer
cuando invita al hombre al placer sensual que los libros llaman «la subida al
árbol». Siddharta sintió cómo se le caldeaba la sangre, y en aquel instante
recordó su sueño. Inclinóse un poco hacia la mujer y besó con los labios el
botón oscuro de su pecho. Luego levantó la mirada y vio que la joven le sonreía
con vivo anhelo, y que con los ojos le suplicaba. También Siddharta sintió el
deseo y notó cómo en su interior brotaba la fuente del sexo: nunca había tocado
a una mujer. Vaciló un momento, a pesar de que sus manos ya estaban dispuestas
a tomarla. Y en aquel mismo instante, escuchó estremecido la voz de su
interior; y la voz dijo no. Entonces desapareció el encanto del rostro de la
joven; Siddharta tan sólo veía la húmeda mirada de una hembra animal en celo.
Afectuosamente pasó la mano por su mejilla y se separó de la muchacha. Con
pasos ligeros desapareció por el bosque de bambú, dejando atrás a la joven
desengañada. El mismo día, antes de hacerse de noche, llegó a una gran ciudad y
se alegró, pues tenía ganas de hallarse entre personas. Había vivido mucho
tiempo en el bosque, y la choza de paja del barquero, donde durmiera la noche
pasada, había sido su primer lecho después de mucho tiempo. Delante de la
ciudad, junto a un hermoso bosque rodeado por una valía, el caminante se
encontró con un grupo de criados y siervos cargados de cestos. En medio del
grupo iba el ama, una mujer reclinada en una litera adornada y que llevaban
cuatro esclavos; iba encima de rojos almohadones, y bajo una sombrilla de
colores. Siddharta se detuvo a la entrada del bosque y observó el espectáculo:
vio a los criados, las siervas, los cestos, la litera; observó a la dama dentro
de su silla de mano. Debajo de sus cabellos negros, recogidos en un alto
peinado, pudo ver un rostro muy blanco, muy delicado, muy inteligente; y una
boca de un rojo pálido, como un higo recién abierto; también vio unas cejas
cuidadas y pintadas en forma de alto arco, unos ojos inteligentes y despiertos;
un cuello esbelto que salía de un vestido verde y oro; unas manos largas y
delgadas, con anchos aros de oro en las muñecas. Siddharta se dio cuenta de lo
hermosa que era aquella dama, y su corazón sonrió. Cuando se acercó la litera,
inclinóse y, seguidamente, al enderezarse, vio el rostro bello y sereno; por un
momento leyó en sus ojos inteligentes, bajo las altas cejas, y aspiró un
perfume que desconocía. La hermosa dama sonrió un instante y luego desapareció
en el parque, y con ella los criados. Siddharta entró en la ciudad bajo un
signo mágico. Tuvo deseos de entrar inmediatamente en el parque, pero
reflexionó y recordó cómo le habían observado los criados y criadas; con qué
desprecio, desconfianza, repulsión. Pensó que era un samana, un asceta, un
mendigo. «No puedo seguir así, no -se dijo-. Me sería imposible entrar en el
parque.» Y se echó a reír. A la primera persona que se cruzó en su camino le
preguntó por el parque y por el nombre de aquella mujer; así se enteró de que
aquél era el parque de Kamala, la famosa cortesana, y que, además del parque,
ella poseía una casa en la ciudad. Seguidamente entró en la población. Ahora
tenía un objetivo. Siguiendo su meta se dejó absorber por la ciudad; siguió por
las callejuelas, se detuvo en las plazas, descansó en las escaleras de piedra,
a la orilla del río. Por la noche hizo amistad con un barbero al que había
visto trabajar a la sombra, en una bodega, y que volvió a encontrar rezando en
un templo de Vishnú; le narró entonces la historia de Vishnú y de los Laksmios.
Durante la noche durmió junto a las barcas del río, y por la mañana, de
madrugada, antes de que llegaran los primeros clientes a su tienda, el barbero
le cortó el cabello, le afeitó la barba, le peinó y le dio fricciones con
aceites perfumados. Luego Siddharta se fue a bañar al río. Cuando por la tarde
la bella Kamala se acercó al parque, en su litera, a la entrada se encontraba
Siddharta, el cual hizo una reverencia y recibió el saludo de la cortesana.
Siddharta hizo una señal al último criado del séquito y le rogó que comunicara
a su ama que un joven brahmán deseaba hablar con ella. Después de un tiempo
regresó el criado y le rogó que le siguiera. En silencio le condujo a un
pabellón donde Kamala descansaba sobre un diván, y le dejó a solas con ella.
-¿No estabas ya ayer ahí fuera, y me
saludaste? -preguntó Kamala. -Sí, te vi ayer y te saludé. -¿Pero ayer no
llevabas barba, y el cabello largo y lleno de polvo? -Observaste bien, no
perdiste ningún detalle. Viste a Siddharta, al hijo del brahmán, que abandonó
su casa para convertirse en samana, y que durante tres años ha sido un samana.
Pero ahora he abandonado aquel camino y he venido a esta ciudad. La primera
persona que se cruzó en mi senda, aun antes de entrar en la población, fuiste
tú. ¡He venido a decirte todo esto, Kamala! Eres la primera mujer a la que Siddharta
habla sin bajar la vista. Nunca jamás quiero bajar mi vista cuando me encuentre
con una mujer hermosa. Kamala sonreía y jugaba con su abanico de plumas de pavo
real. Le preguntó: -¿Y para decirme eso has venido hasta mí, Siddharta? -Para
decirte eso, y para darte las gracias por ser tan bella. Y si no te disgustara,
Kamala, te rogaría que fueras mi amiga y maestra, pues todavía no sé nada del
arte que tú dominas. Entonces Kamala se echó a reír. -¡Jamás me había ocurrido,
amigo, que un samana del bosque viniera a aprender de mí! ¡Jamás me había
sucedido que un samana de cabellos largos, vestido con un taparrabos viejo y
raído se me acercara! Muchos jóvenes vienen a verme, y entre ellos también los
hay que son hijos de brahmanes; pero vienen con atavíos elegantes, con finos
zapatos, cabellos perfumados y dinero en el bolsillo. Así son, samana, los
jóvenes que me visitan. Siddharta contesto: -Ya empiezo a aprender de ti.
También ayer me enseñaste algo. Ya me he afeitado la barba, me he peinado, y
llevo aceite en el cabello. Es poco lo que me falta: vestidos elegantes, finos
zapatos, dinero en el bolsillo. Quiero que sepas que Siddharta se ha propuesto
cosas más difíciles que esas pequeñeces, y lo ha logrado. ¿Por qué no voy a
conseguir lo que me propuse ayer, ser tu amigo y aprender de ti los placeres
del amor? Me verás dócil, Kamala; he aprendido cosas más difíciles que lo que
tú me puedas enseñar. Y ahora, dime: ¿No te basta con Siddharta tal como está,
con aceite en el cabello, pero sin vestidos, ni zapatos, ni dinero? Kamala
exclamó riendo: -No, querido, no me basta. Tienes que ir vestido con ropas
elegantes, y debes llevar finos zapatos y mucho dinero encima, y traer también
regalos para Kamala. ¿Vas aprendiendo? ¿Te fijas, samana del bosque? -Naturalmente,
me fijo -repuso Siddharta-. ¿Cómo podría desatender las palabras de esa boca?
Tus labios son como un higo recién abierto, Kamala. También mi boca es roja y
fresca y hará juego con la tuya, lo verás. Pero dime, bella Kamala, ¿no temes
ni siquiera un poco al samana del bosque, que ha venido a aprender el amor?
-¿Cómo podría tener miedo de un samana? ¿De un necio samana del bosque, que
habita con los chacales y que todavía desconoce lo que es una mujer? -¡Ah! Pero
el samana es fuerte y no se arredra ante nada. Podría forzarte, bella muchacha.
Robarte, hacerte daño. -No, samana, no temo nada de eso. ¿Alguna vez un samana
o un brahmán ha temido que alguien le pudiera robar su sabiduría, su devoción o
su profundidad de pensamiento? No, pues es suyo, y sólo da lo que quiere dar y
a quien quiere. Lo mismo, exactamente, pasa con Kamala y las alegrías del amor.
La boca de Kamala es bonita y encarnada, pero intenta besarla contra la
voluntad de Kamala, y no disfrutarás ni una sola gota de la dulzura que sabe
dar. Tú tienes facilidad para aprender, Siddharta, pues aprende también esto:
el amor se puede suplicar, comprar, recibir como obsequio, encontrar en la
calle, ¡pero no se puede robar! El camino que te has imaginado es erróneo.
Sería una lástima que un joven tan agraciado como tú, empezara tan mal.
Siddharta se inclinó sonriendo y contestó: -¡Sería una lástima! ¡Ti enes razón!
Sería una verdadera lástima. ¡No, de tu boca no se debe perder ni una sola gota
de dulzura, ni tú de la mía! Quedamos, pues, así, en que Siddharta volverá cuando
tenga lo que le falta: vestidos, zapatos, dinero. Pero antes, bella Kamala, ¿no
podrías darme un pequeño consejo, todavía? -¿Un consejo? ¿Por qué no? ¿Quién se
negaría a dar un consejo a un pobre e ignorante samana que viene de los
chacales del bosque? -Dime, pues, querida Kamala: ¿Dónde debo ir para encontrar
rápidamente esas cosas? -Amigo, eso es lo que muchos quisieran saber. Debes
hacer lo que has aprendido, y exigir por elIo dinero, vestidos y zapatos. De
otra forma, un pobre no logra tener dinero. ¿Qué sabes hacer? -Sé pensar.
Esperar. Ayunar. ¿Nada más? -Nada más... Pues sí, también sé hacer poesías.
¿Quieres darme un beso por una poesía? -Si me gusta la poesía, sí. ¿Cómo se
llama? Siddharta, después de pensar un instante, empezó a recitar estos versos:
En un umbrío parque entró la bella Kamala, a la entrada de la fronda hallábase
el moreno samana. Al ver la flor de loto
se inclinó profundamente, y, sonriendo, se lo agradeció Kamala. A ella prefiero,
en vez de sacrificar ante los dioses, pensó el joven. Sí, prefiero ofrecer los
sacrificios a la bella Kamala.
Kamala aplaudió tan fuerte que sus
pulseras de oro resonaron argentinas. -Me gustan tus versos, moreno samana. Y,
en verdad, no pierdo nada, si te doy un beso. Con los ojos le atrajo; Siddharta
inclinó el rostro sobre el de Kamala y depositó su boca sobre la del higo
recién abierto. El beso de Kamala fue largo; con profundo asombro, Siddharta se
dio cuenta de que le enseñaba, pues era sabia; le dominaba, le rechazaba, le
atraía, y tras el primer beso le esperaba una larga sucesión de besos bien
ordenados, bien probados, cada uno distinto del siguien- te. Respiró
profundamente y en ese momento sintióse sorprendido como un niño, ante la
abundancia de cosas nuevas y dignas de aprender que se descubrían ante sus
ojos. -Tus versos son muy bellos -exclamó Kamala-; si yo fuera rica te los
pagaría a precio de oro. Pero te será difícil ganar con versos tanto dinero
como el que tú necesitas. Pues necesitarás mucho, si quieres ser amigo de
Kamala. -¡Cómo sabes besar, Kamala! -balbució Siddharta. -Sí, eso lo sé hacer;
por ello tampoco no me faltan vestidos, ni zapatos ni pulseras, ni otras cosas
bonitas. ¿Pero qué será de ti? ¿No sabes otra cosa que pensar, ayunar y hacer
poesías? -También sé las canciones de los sacrificios -comentó Siddharta-, pero
ya no las quiero cantar. También conozco las fórmulas mágicas, pero ya no las
quiero pronunciar. He leído las escrituras... -¡Alto! -le interrumpió Kamala-.
¿Sabes leer? ¿Sabes escribir? -Sí, naturalmente. Hay muchos que saben. -La
mayoría no. Tampoco yo lo sé. Es muy interesante que sepas leer y escribir, muy
interesante. También te servirán las fórmulas mágicas. En ese instante entró
corriendo una sirvienta y dijo unas palabras al oído de su ama. -Tengo visita
-exclamó Kamala-. ¡Date prisa! ¡Vete, Siddharta, nadie debe encontrarte por
aquí, no lo olvides! Mañana te veré de nuevo. Y ordenó a la sierva que
entregara al devoto brahmán una túnica blanca. Sin saber lo que ocurría,
Siddharta se vio conducido por la criada a otro pabellón, a través de un camino
desconocido; luego fue obsequiado con una túnica, y ya en la espesura, le
dijeron que se alejara del parque tan pronto como pudiera, y sin ser visto.
Contento hizo lo que se le había
mandado. Acostumbrado al bosque, salió del parque por encima del seto, sin
hacer ruido. Alegre regresó a la ciudad, con la túnica bajo el brazo. En un
albergue frecuentado por viajeros, se colocó a un lado de la puerta y pidió
comida con un gesto; recibió un trozo de pastel de arroz. «Quizá mañana ya no
tenga que pedir más comida», se dijo. De repente, se le encendió el orgullo. Ya
no era un samana, ya no debía pedir limosnas. Arrojó el pastel de arroz a un
perro y se quedó sin comer. «La vida que se vive en este mundo es simple
-reflexionó Siddharta-. Cuando todavía era un samana, todo era difícil, y al
final desesperado. Ahora todo es fácil, tan sencillo como las enseñanzas en el
arte de besar, que me ofrece Kamala. Necesito vestidos y dinero, nada más; son
dos metas pequeñas y cercanas, que no quitan el sueño.» Hace tiempo que se
había enterado del lugar en que estaba la casa de Kamala, en la ciudad, y allí
se presentó al día siguiente. -Todo va bien -le dijo Kamala-. Te espera
Kamaswami, el más rico comerciante de la ciudad. Si le gustas, te empleará. Sé
inteligente, moreno samana. He hecho que otros le hablaran de ti. Sé amable con
él, es muy influyente. ¡Pero no seas demasiado modesto! No quiero que te conviertas
en su criado; has de ser su igual, si no, no estaré contenta de ti. Kamaswami
empieza a envejecer y a volverse comodón. Si le gustas, te confiará muchos
asuntos. Siddharta le dio las gracias y sonrió. Cuando Kamala se enteró que en
dos días no había comido, mandó traer pan y fruta y se las ofreció. -Has tenido
suerte -comentó Kamala, al despedirse-; se te abre una puerta tras otra. ¿Por
qué será? ¿Eres un mago? Siddharta replicó: -Ayer te conté que sé pensar,
esperar y ayunar, y tú encontraste que todo ello no servía para nada. Sin
embargo, sirve para mucho. Te darás cuenta de que los ignorantes samanas
aprenden en el bosque y saben muchas cosas hermosas, que vosotros no sabéis.
Anteayer todavía era un mendigo sucio; ayer besé a Kamala; y pronto seré un
comerciante y tendré dinero y todas las cosas que a ti te gusten. -Eso es
cierto -reconoció Kamala-. Pero, ¿qué sería de ti, si no fuera por Kamala? ¿Qué
serías tú sin mi ayuda? -Querida Kamala -manifestó Siddharta, al tiempo que se
incorporaba-, cuando entré en tu parque, di el primer paso. Me había propuesto
aprender el amor de la más bella de las mujeres. Y desde el momento en que me
lo propuse, también sabía que lo lograría. Sabía que tú me ibas a ayudar; lo
supe desde tu primera mirada, a la entrada del bosque. -¿Y si yo no hubiese
querido? -Pero has querido. Mira, Kamala: si echas una piedra al agua, ésta se
precipita hasta el fondo por el camino más rápido. Lo mismo ocurre cuando
Siddharta tiene un fin, cuando se propone algo. Siddharta no hace nada, sólo
espera, piensa, ayuna, sin hacer nada, sin moverse: se deja llevar, se deja
caer. Su meta le atrae, pues él no permite que entre en su alma nada que pueda
contrariar su objetivo. Eso es lo que Siddharta ha aprendido de los samanas. Es
lo que los necios llaman magia y creen que es obra de demonios. Nada es obra de
los malos espíritus, éstos no existen. Cualquiera puede ejercer la magia si
sabe pensar, esperar, ayunar. Kamala le escuchó. Amaba su voz, le gustaba la
mirada de sus ojos. -Quizá sea así como dices, amigo -musitó en voz baja-. Pero
quizá también es porque Siddharta es hermoso, porque su mirada gusta a las
mujeres, y por ello tiene suerte. Siddharta se despidió con un beso. -Así sea,
profesora mía. ¡Que mi mirada te agrade siempre! ¡Que a tu lado siempre tenga
suerte!
CON LOS HUMANOS
Siddharta marchó a casa del
comerciante Kamaswami. Le habían enviado a una rica mansión; los criados le
guiaron sobre valiosas alfombras hasta un salón, donde debía esperar al dueño
de la casa. Entró Kamaswami. Era un hombre ágil y atlético, con el cabello muy
canoso, unos ojos sabios y prudentes, una boca exigente. Amablemente se
saludaron anfitrión y huésped. -Me han dicho -empezó el comerciante- que tú
eres un brahmán, un sabio, pero que buscas empleo en casa de un comerciante.
¿Acaso te encuentras en la miseria, brahmán, y por eso buscas empleo? -No
-contestó Siddharta-, no me encuentro en la miseria, y jamás me he encontrado
así. Has de saber que vengo de entre los samanas con los que he vivido mucho
tiempo. -Si vienes de los samanas, ¿cómo no vas a estar en la miseria? Los
samanas no poseen nada, ¿verdad? -Nada tengo -repuso Siddharta-, si es lo que
quieres decir. Desde luego que no. Sin embargo, eso ocurre porque así lo
quiero; por lo tanto, no estoy en la miseria. -Pero, ¿de qué piensas vivir, si
no posees nada? -Nunca he pensado en ello, señor. Durante más de tres años no
he poseído nada, y jamás pensé de qué debía vivir. -Es decir, que has vivido a
expensas de los demás. -Supongo que así es. También el comerciante vive a
expensas de los otros. -Bien dicho. Pero no les quita a los otros lo suyo sin
darles nada: en compensación les entrega mercancías. -Así parecen ir las cosas.
Todos quitan, todos dan: ésa es la vida. -Conforme, pero, dime, por favor: si
no posees nada, ¿qué quieres dar? -Cada uno da lo que tiene. El guerrero da
fuerza; el comerciante, mercancía; el profesor, enseñanza; el campesino, arroz;
el pescador, peces. -Muy bien. ¿Y qué es, pues, lo que tú puedes dar? ¿Qué es
lo que has aprendido? ¿Qué sabes hacer? -Sé pensar. Esperar. Ayunar. -¿Y eso es
todo? -¡Creo que es todo! -¿Y para qué sirve? Por ejemplo, el ayuno... ¿Para
qué vale? -Es muy útil, señor. Cuando una persona no tiene nada que comer, lo
más inteligente será que ayune. Si, por ejemplo, Siddharta no hubiera aprendido
a ayunar, hoy mismo tendría que aceptar cualquier empleo, sea en tu casa o en
cualquier otro lugar, pues el hambre le obligaría. Sin embargo, Siddharta puede
esperar tranquilamente, desconoce la impaciencia, la miseria; puede contener el
asedio del hambre durante mucho tiempo y, además, puede echarse a reír. Para
eso sirve el ayuno, señor. -Tienes razón, samana. Espera un momento. Kamaswami
salió y al momento regresó con un papel enrollado que entregó a su huésped al
tiempo que le preguntaba: -¿Sabes leer lo que dice aquí? Siddharta observó el
documento, que contenía un contrato de compra, y empezó a leerlo.
-Perfecto -exclamó Kamaswami-.
¿Quieres escribirme algo en este papel? Le entregó una hoja y un lápiz;
Siddharta escribió y le devolvió la hoja. Kamaswami leyó: «Escribir es bueno,
pensar es mejor. La inteligencia es buena, la paciencia es mejor.» -Sabes
escribir excelentemente -alabó el comerciante-. Aún tenemos que hablar de
muchas cosas. Por hoy te ruego que seas mi invitado y que te alojes en esta
casa. Siddharta le dio las gracias y aceptó; y se alojó en casa del
comerciante. Le entregaron vestidos y zapatos, y un criado le preparaba
diariamente el baño. Dos veces al día servían un ágape abundante, pero
Siddharta tan sólo asistía una vez, y nunca comía carne ni bebía vino.
Kamaswami le habló de sus negocios, le enseñó la mercancía y los almacenes, le
mostró las cuentas. Siddharta llegó a conocer muchas cosas nuevas, escuchaba
mucho y hablaba poco. Sin desatender las palabras de Kamala, jamás se subordinó
al comerciante, sino que le obligó a que le tratara como a un igual, e incluso
como a un superior. Kamaswami llevaba sus negocios con cuidado, y a menudo,
incluso, con pasión; Siddharta, por el contrario, lo observaba todo como si se
tratara de un juego cuyas reglas se esforzaba por aprender, pero sin que
afectase a su corazón el contenido. No hacía mucho tiempo que se encontraba en
casa de Kamaswami, cuando ya participaba en los negocios del dueño de la casa.
Pero diariamente, a la hora indicada, visitaba a la bella Kamala con vestidos
elegantes, finos zapatos, y pronto también le llevó regalos. Aprendía mucho de
la roja boca inteligente. Mucho le enseñó la mano suave y delicada. Siddharta,
en el amor, todavía era un chiquillo inclinado a hundirse con ceguera
insaciable en el placer, como en un precipicio. Kamala le enseñó, desde el
principio, que no se puede recibir placer sin darlo; que todo gesto, caricia,
contacto, mirada, todo lugar del cuerpo, tiene su secreto, que al despertarse
produce felicidad al entendido. También le dijo que los amantes, después de
celebrar el rito del amor, no pueden separarse sin que se admiren mutuamente,
sin sentirse a la vez vencido y vencedor; de ese modo, ninguno de los dos
notará saciedad, monotonía, ni tendrá la mala impresión de haber abusado o de
haber padecido abuso. Pasaba Siddharta maravillosas horas con la bella mujer;
se convirtió en su discípulo, su amante, su amigo. Allí, junto a Kamala,
encontraba el valor y el sentido a su vida, no en los negocios de Kamaswami. El
comerciante encargaba a Siddharta las cartas y los contratos importantes, y se
acostumbró a pedirle consejo en todos los asuntos trascendentales. Pronto se
dio cuenta de que Siddharta entendía poco de arroz y de lana, de navegación y
de negocios; y, no obstante, la ayuda de Siddharta era eficaz, e incluso
superaba al comerciante en tranquilidad, serenidad y en el arte de saber
escuchar y penetrar en el alma de los extraños. -Este brahmán -comentó
Kamaswami a un amigo- no es un verdadero comerciante, y jamás lo será; los
negocios nunca apasionan a su alma. Pero posee el secreto de las personas que
tienen éxito sin esforzarse, ya sea por su buena estrella, por magia, o por
algo que habrá aprendido de los samanas. Siempre parece que juega a los
negocios; jamás se siente ligado o dominado por ellos; nunca teme al fracaso,
ni le preocupa una pérdida. El amigo aconsejó al comerciante: -De los negocios
que te lleva, entrégale una tercera parte de los beneficios, pero deja que
también pague la misma participación en las pérdidas que se produzcan. Así
lograrás que se interese más. Kamaswami siguió su consejo. No obstante,
Siddharta se inmutó muy poco. Si conseguía beneficios, los recibía con
indiferencia; si existía una pérdida, se echaba a reír y exclamaba: -¡Pues
mira, esto no ha salido bien! A decir verdad, Siddharta continuaba siendo
indiferente con los negocios. En una ocasión fue a un pueblo a comprar una gran
cosecha de arroz. Sin embargo, al llegar, supo que el arroz ya había sido
vendido a otro comerciante. A pesar de ello, Siddharta se quedó varios días en
la aldea, invitó a los campesinos, regaló monedas de cobre a sus hijos, asistió
a una de sus bodas y regresó contentísimo del viaje. Kamaswami le reprobó por
no volver en seguida y por haber malgastado tiempo y dinero. Siddharta
contestó: -¡No te enfades, amigo! Jamás se ha logrado nada con enfados. Si
hemos tenido una pérdida, asumo la responsabilidad. Estoy contento de ese
viaje. He conocido a muchas personas, un brahmán me otorgó su amistad, los
niños han cabalgado sobre mis rodillas, los campesinos me han enseñado sus
campos; nadie me tuvo por comerciante. -Todo eso está muy bien -exclamó
Kamaswami indignado-. ¡Pero en realidad eres un comerciante, o al menos eso
creo yo! ¿O acaso has viajado por placer? -Naturalmente -sonrió Siddharta-,
naturalmente que he viajado por placer. ¿Por qué, si no? He conocido nuevas
personas y lugares, he recibido amabilidad y confianza, he encontrado amistad.
Mira, amigo, si yo hubiese sido Kamaswami, al ver frustrada la venta habría
regresado en seguida, fastidiado y con prisas; entonces sí que realmente se
habría perdido tiempo y dinero. Ahora, sin embargo, he pasado unos días gratos,
he aprendido, he tenido alegría y no he perjudicado a nadie con mi fastidio y
mis prisas. Y si alguna vez vuelvo allí, quizá para comprar otra cosecha o con
cualquier otro fin, me recibirán personas amables, llenas de alegría y
cordialidad, y yo me sentiré orgulloso por no haber demostrado entonces prisa o
mal humor. Así, pues, amigo, sé bueno y no te perjudiques con enfados. El día
que creas que ese Siddharta te perjudica, di una sola palabra y Siddharta se marchará.
Pero hasta entonces, deja que vivamos mutuamente contentos. También eran vanos
los intentos del comerciante por convencer a Siddharta de que se comía su pan,
el de Kamaswami. Siddharta comía su propio pan -decía él-, o más bien, ambos
comían el pan de otros, el de todos. Jamás Siddharta prestó oídos a las
preocupaciones de Kamaswami, y eso que tenía muchos problemas. Nunca Kamaswami
pudo convencer a su colaborador de la utilidad de gastar palabras en regaños o
aflicciones, de fruncir el ceño o dormir mal cuando algún negocio amenazaba con
un fracaso, o si se presentaba la pérdida de una cantidad de mercancías, o
cuando parecía que un deudor no podía pagar. Si en alguna ocasión Kamaswami le
reprochaba que todo lo que Siddharta sabia, lo había aprendido de él, éste
contestaba: -Veo que te gustan las bromas. De ti he aprendido cuánto vale un
cesto de pescado y cuánto interés se puede pedir por un dinero prestado. Estas
son tus ciencias. Pero pensar, eso no lo he aprendido de ti, amigo Kamaswami;
mas tú harías muy bien, si lo aprendieras de mí. Realmente, el alma de
Siddharta no se hallaba en el comercio. Los negocios eran buenos para lograr el
dinero para Kamala, y le proporcionaban mucho más de lo que necesitaba. Por lo
demás, el interés y la curiosidad de Siddharta sólo recaía en las personas, mas
sus negocios, oficios, preocupaciones, alegrías y necedades, podían serle tan
extraños y lejanos como la luna. A pesar de la facilidad que tenía para
alternar con todos, para vivir y aprender de todos, Siddharta notaba que
existía algo que le separaba de los otros: su ascetismo. Observaba que los
humanos vivían de una manera infantil, casi animal, que él a la vez amaba y
despreciaba. Los veía esforzarse, sufrir y encanecer por asuntos que no
merecían ese precio: por dinero, pequeños placeres y discretos honores;
contemplaba cómo se insultaban mutuamente, se quejaban de sus penas, de las que
un samana se reía, y sufrían por algo que a un samana tiene sin cuidado.
Siddharta acogía a todas las personas. Daba la bienvenida al comerciante que le
ofrecía tela, al que estaba cargado de deudas y buscaba un crédito, al mendigo
que durante una hora le explicaba la historia de su pobreza, a pesar de que no
era la mitad de pobre que un samana. No diferenciaba en el trato a un rico
comerciante extranjero, del barbero que le afeitaba o del vendedor ambulante
que le engañaba en el cambio de las pequeñas monedas. Cuando Kamaswami se le
quejaba de sus preocupaciones o le reprochaba algún negocio, él escuchaba con
curiosidad, serenamente; luego se asombraba, intentaba entenderle, le daba un
poco la razón -únicamente la que le parecía imprescindible-, y le dejaba para
ocuparse del siguiente asunto. Y eran muchos, muchos los que llegaban a la
ciudad para negociar con Siddharta, para engañarle o sondearle; muchos también
para suscitar su compasión, o escuchar su consejo. Siddharta los compadecía,
aconsejaba, regalaba, y se dejaba engañar un poquito. Y ahora ocupaba su
pensamiento todo ese juego y la pasión con que lo jugaban los seres humanos,
como antes lo ocuparon los dioses y Brahma. A veces le llegaba del fondo de su
pecho una débil voz, casi moribunda, que le avisaba y se lamentaba; pero era
tan endeble que apenas se notaba. Cuando la oía, por una hora tenía conciencia
de que llevaba una vida especial, de que hacía cosas que únicamente eran un
juego; sí, se sentía sereno y aveces alegre, pero la verdadera vida pasaba de
largo y no le tocaba. Como un jugador de pelota domina su arte, así también
Siddharta jugaba con sus negocios, con las personas que había a su alrededor;
los observaba, y ellos le alegraban. No obstante, su corazón, la fuente del
ser, no participaba. La fuente corría por alguna parte, pero lejos de él, se
deslizaba invisible, y ya no pertenecía en nada a su propia vida. Ante tales
pensamientos alguna vez se asustó; entonces deseó participar también, en lo
posible, en la actividad pueril del día, con ardor y con el corazón: quería
vivir de verdad, obrar auténticamente, disfrutar realmente, vivir en vez de
permanecer como espectador solitario. No obstante, continuaba sus visitas a la
bella Kamala, aprendía el arte del amor, se entrenaba en el culto al placer,
donde más que en ningún otro asunto, el dar y el recibir es una misma cosa.
Charlaba con Kamala, aprendía mejor que Govinda en los tiempos pasados; Kamala
se parecía más a Siddharta que el viejo amigo. En una ocasión manifestó él: -Tú
eres como yo, diferente de la mayoría de los seres humanos. Tú eres Kamala,
nada más; y dentro de ti hay un sosiego y un refugio donde puedes retirarte en
cualquier momento, como yo puedo hacerlo. Pocas personas lo tienen, y, sin
embargo, lo podrían poseer todas. -No todo el mundo es inteligente -opinó
Kamala. -No -replicó Siddharta-, no es por eso. Kamaswami es tan inteligente
como yo, y, sin embargo, no lleva ese refugio en su interior. Otros lo tienen,
pero si medimos su inteligencia son igual que chiquillos. La mayoría de los
seres humanos, Kamala, son corno las hojas que caen de los árboles, que vuelan
y revolotean por el aire, vacilan y por último se precipitan al suelo. Otros,
por el contrario, casi son como estrellas: siguen un camino fijo, ningún viento
les alcanza, pues llevan en su interior su ley y su meta. Entre todos los
samanas y los sabios -y yo he conocido a muchos-, había uno de esos últimos, una
persona perfecta. Jamás lo podré olvidar. Se trata del Gotama, el majestuoso,
el predicador de aquella doctrina. Diariamente escuchan sus palabras más de mil
discípulos, y a todas horas siguen sus consejos; pero los otros son hojas de
las que caen, pues no llevan en sí mismos la doctrina y la ley.
Kamala objetó sonriente: -Otra vez
vuelves a hablar de él. Nuevamente tienes pensamientos de samana. Siddharta no
contestó. Continuó con el juego del amor, uno los treinta o cuarenta juegos
diferentes que conocía Kamala. El cuerpo de ella era elástico como el de una
pantera, como el arco de un cazador; quien aprendía el amor con Kamala, sabía
muchos placeres, muchos secretos. Durante mucho tiempo jugaba con Siddharta: le
atraía, le rechazaba, le obligaba, le abrazaba; se alegraba de su maestría
hasta que él, vencido y agotado, descansaba junto a Kamala. La hetera se
inclinó sobre Siddharta, observando largamente su cara y los ojos cansados.
-Eres el mejor amante que he conocido -declaró pensativa-. Eres más fuerte que
otros, más flexible y espontáneo. Has aprendido mi arte muy bien, Siddharta.
Algún día, cuando yo sea mayor, quiero tener un hijo tuyo. Y sin embargo,
querido, sé que sigues siendo un samana, que no me quieres, que no amas a
nadie. ¿No es eso verdad? -Puede que lo sea -contestó cansado-. Pero soy como
tú: tampoco amas... ¿Cómo podrías ejercer el amor, como un arte? Las personas
de nuestra naturaleza quizá no sepan amar. Los seres humanos que no pasan de la
edad pueril sí que saben: ése es su secreto.
SANSARA
Durante largo tiempo Siddharta había
vivido la vida del mundo y de los placeres, pero sin formar parte de esa
existencia. Se le habían despertado los sentidos que adormeció en los ardientes
años de samana; había probado la riqueza, la voluptuosidad, el poder; no
obstante, durante mucho tiempo permaneció siendo un samana dentro del corazón.
Se dio cuenta de ello la misma Kamala, la inteligente. La vida de Siddharta
seguía estando presidida por tres cosas: pensar, esperar y ayunar; todavía la
gente del mundo, los seres humanos le eran extraños, igual que él lo era para
los demás. Los años pasaban, y Siddharta, rodeado de bienestar, apenas se daba
cuenta. Se había hecho rico; ya poseía su propia casa con los correspondientes
criados, y un jardín en las afueras de la ciudad, junto al río. La gente le
quería; le iban a ver cuando necesitaban dinero o consejos. Pero, a excepción
de Kamala, nadie consiguió ser su amigo íntimo. Poco a poco se había convertido
en recuerdo aquel estado alto y sereno de renacido -el que sintió en su
juventud, días después del sermón de Gotama y de la separación de Govinda-,
aquella esperanza expectante, aquel orgullo de soledad sin profesores ni
doctrinas, aquella disposición dócil a oír la voz divina en su propio interior;
todo fue pasajero; la fuente sagrada murmuraba en la lejanía y con voz muy
débil -la que antes estuvo muy cerca-, en su propio interior. Sin embargo, le
había quedado todavía mucho de lo que aprendió de los samanas, de Gotama, de su
padre, el brahmán: la vida moderada, el placer de pensar, las horas de
meditación, el conocer secretamente el yo, el eterno yo, que no es cuerpo ni
conciencia. Sí, le había quedado algo de todo aquel pasado, pero ello se
encontraba en el olvido, cubierto de polvo. Era como la rueda del alfarero que,
una vez en marcha, no se detiene bruscamente, sino que con lentitud y cansancio
aminora la marcha hasta pararse del todo. En el alma de Siddharta, la rueda del
ascetismo, de la reflexión, había girado durante mucho tiempo; y ahora todavía
daba vueltas, pero muy despacio, vacilando: se hallaba a punto de detenerse.
Paulatinamente, como la humedad penetra en la corteza del árbol y la invade y
la pudre, así el mundo y la pereza habían penetrado en el alma de Siddharta;
con insidia le llenaban el alma, daban pesadez a su cuerpo, le cansaban, le
adormecían. Por el contrario, sus sentidos se habían despertado, habían
aprendido mucho, poseían gran experiencia. Siddharta había aprendido a
comerciar, a ejercitar su poder sobre las personas, a divertirse con una mujer;
se había aficionado a vestir ropas elegantes, a ordenar a los servidores, a
bañarse en aguas perfumadas. Le gustaba comer sabrosos platos preparados con
cuidado; platos de pescado, carne, aves, especias y dulces, y bebía el vino que
da pereza y ayuda a olvidar. Había progresado en el juego de los dados, en el
tablero de ajedrez, en el saber mirar a las bailarinas; sabía dejarse llevar en
una litera, y dormir en una cama blanda. Pero aún no se sentía diferente o
superior a los demás; siempre los observaba con un poco de ironía y desprecio,
precisamente con ese desdén que siente un samana por la gente de mundo. Cuando
Kamaswami se encontraba enfermo, cuando le perseguían las preocupaciones de los
negocios, Siddharta siempre le lanzaba una mirada burlona. Sólo que,
lentamente, sin que se notara en el continuo ritmo de las cosechas y estaciones
de lluvia, su ironía se había cansado, su superioridad había conseguido
calmarse. Y despacio, en medio de su riqueza creciente, Siddharta se había
adaptado un poco a las maneras de los pueriles seres humanos, a su candidez, a
sus temores. Y sin embargo, los envidiaba. Sentía cada vez más celos, a medida
que se iba pareciendo más a ellos. Codiciaba lo único que a él le faltaba y que
los hombres tenían: la importancia que lograban dar a su existencia, la pasión
de sus alegrías y temores, la dulzura inquietante y la felicidad de sus
amoríos. Los envidiaba a ellos, a sus mujeres, a sus hijos, a su honor o su
dinero; esos seres siempre se hallaban llenos de planes y esperanzas. Pero
precisamente era eso lo que no conseguía disimular: esa alegría y necedad
infantiles.
Aprendía de ellos tan sólo lo
desagradable, lo que despreciaba. Cada vez con más frecuencia le ocurría que
tras pasar una noche en sociedad, a la mañana siguiente se quedaba mucho tiempo
en la cama, se sentía estúpido, y cansado. Cada vez más a menudo se enfadaba y
perdía la paciencia cuando Kamaswami le aburría con sus preocupaciones.
Primero, cuando perdía en el juego de los dados reía demasiado fuerte. Su
rostro aún parecía más inteligente y sereno que el de los otros. Pero luego
empezó a reír poco y adoptó uno tras otro aquellos gestos que se veían con
frecuencia en los rostros de los potentados, los gestos de descontento, de
dolor, del mal humor, de desidia, de dureza del corazón. Paulatinamente le
atacó la enfermedad de los hombres ricos. Lentamente el cansancio cubría a
Siddharta como un velo, con una niebla fina; cada día un poco más turbia, cada
año algo más pesada. Como un vestido nuevo que con el tiempo se vuelve viejo,
pierde su color brillante, se mancha, se arruga, se gasta en los dobladillos y
muestra algunos deshilachados, así fue la vida que Siddharta empezó tras la separación
de Govinda; había envejecido, y al compás de los años perdía su brillo, se
manchaba y se arrugaba, escondiendo en el fondo el desengaño y el asco.
Siddharta no lo advertía. Sólo notaba que aquella voz clara y segura de su
interior, la que le acompañó en los tiempos de brillantez desde que se
despertara, habíase silenciado ahora. Le habían capturado el mundo, el placer,
las exigencias, la pereza y, por último, también, aquel vicio que por ser el
más insensato, siempre había despreciado más: la codicia. Por fin, las ansias
de posesión y de riqueza se habían apoderado de Siddharta; ya no era un juego,
sino una carga y una cadena. Siddharta había llegado a esta triste servidumbre
por un camino raro y lleno de sinsabores: el juego de los dados. Desde el momento
en que su corazón dejó de ser el de un samana, empezó a jugar por dinero y por
objetos valiosos, con pasión, con furia creciente; era el mismo juego que antes
había considerado, entre sonrisas e ironías, como una costumbre más de los
seres humanos. Como jugador le temían; pocos se atrevían con él; a tanta altura
habían llegado sus atrevidas apuestas. Jugador, inducido por la miseria de su
corazón, al malgastar el dichoso dinero experimentaba una salvaje alegría; de
ninguna otra forma podía demostrar con más claridad y sarcasmo su desdén por la
riqueza, la diosa de los comerciantes. Así, pues, jugaba mucho y sin
miramientos; se odiaba a sí mismo, se burlaba del dinero; ganaba a miles,
perdía por millares; disipaba el dinero, las joyas, una casa de campo; y volvía
a resarcirse, y volvía a perder. Le gustaba aquel miedo, aquella angustia
terrible que sentía en el juego de los dados, tras haber apostado mucho;
buscaba poder renovarlo siempre, aumentarlo cada vez más, pues sólo esa sensación
le producía algo parecido a una felicidad, a un entusiasmo, a una vida elevada
en medio de la mediocridad, de la existencia gris e indiferente. Y después de
una gran pérdida buscaba nuevas riquezas, hacía los negocios con más
diligencia, obligaba a saldar las deudas con más severidad, pues quería seguir
jugando, malgastando, demostrando su desprecio por el dinero. Mas cuando le iba
mal en el juego, perdía la tranquilidad, agotaba su paciencia contra los
mendigos, ya no poseía el placer de regalar ni de prestar cómo antes.
¡Siddharta, el que en una sola jugada perdía diez mil, y además se reía, ahora
en los negocios cada vez se volvía más severo y pedante! ¡Y por la noche soñaba
con dinero! Y Siddharta huía cada vez que se despertaba de ese espantoso
letargo, cuando veía su cara envejecida y fea reflejada en el espejo de la
pared de su dormitorio, y le atacaban la vergüenza y la repugnancia; huía hacia
nuevos juegos de fortuna, hacia el embeleso de la lujuria y del vino; y de ahí
regresaba otra vez al principio del círculo vicioso, para ganar y amontonar
riquezas. En esa noria sin sentido se agotaba, envejecía y enfermaba. Un día
tuvo un sueño fatídico. Había pasado las horas de la tarde con Kamala, en el
hermoso parque. Se habían sentado bajo los árboles, a conversar; Kamala
pronunció palabras melancólicas, detrás de las que se escondía la tristeza y el
cansancio. Le había rogado que le hablara de Gotama, y no se cansó de escuchar
sobre la pureza de su mirada, la bella tranquilidad de sus labios, la bondad de
su sonrisa, la paz de su andar. Durante mucho tiempo le había tenido que contar
los hechos del majestuoso buda; Kamala suspiró y manifestó:
-Algún día, quizá pronto, también yo
seguiré a ese buda. Le regalaré mi parque y me refugiaré en su doctrina. Sin
embargo, volvió después a seducir a Siddharta en el juego del amor. Le cautivó
con vehemencia dolorosa, entre mordiscos y lágrimas, como si quisiera exprimir,
una vez más, la última y dulce gota de ese placer vano y pasajero. Nunca, como entonces,
Siddharta se había dado cuenta con tanta claridad del cercano parentesco que
hay entre la voluptuosidad y la muerte. Entonces sentóse junto a Kamala, su
cara junto a la de ella; bajo sus ojos y cerca de los labios había notado un
trazo inquietante, más diáfano que nunca, como una escritura de finas líneas,
de leves arrugas, un alfabeto que recordaba el otoño y la vejez..., igual que
había notado Siddharta alguna cana en sus cabellos negros, a pesar de que sólo
tenía cuarenta años. El cansancio escribía ya en el rostro de Kamala; era la
fatiga de un largo camino sin objetivo concreto; el agotamiento que llevaba
consigo el principio de la decadencia y un temor escondido, todavía no muy
pronunciado, quizá ni siquiera conocido: el temor a la vejez, al otoño, a la
muerte. Siddharta se había despedido de Kamala sollozando, con el alma repleta
de hastío y de recóndito temor. Después Siddharta había pasado la noche en su
casa, bebiendo vino con las bailarinas; le gustaba representar el papel de
personaje superior a sus semejantes, aunque en realidad no lo era; bebió
demasiado vino, y pasada la medianoche, cansado y excitado a la vez, buscó el
lecho con ansias de llorar, queriendo desesperarse. Durante largo tiempo
procuró en vano conciliar el sueño, pero su corazón se encontraba repleto de
una pena insoportable, de un asco profundo por el vino demasiado fuerte, por la
música demasiado suave y monótona, por la sonrisa frágil de las bailarinas, el
perfume dulzón de sus cabellos y sus senos. No obstante, lo que más le repelía
era su propia persona, su pelo perfumado, su boca con olor a alcohol, su piel
cansada, marchita, deshidratada. Como cuando uno come y bebe excesivamente y
con facilidad vomita sintiéndose después contento y aliviado, así también
Siddharta, sin conseguir conciliar el sueño, deseaba en medio de multitud de
hastíos, deshacerse de esos placeres, esas costumbres, de toda su vida inútil,
e incluso de sí mismo. Por fin, al amanecer, cuando la vida empezaba a
desperezarse en la calle, en su ciudad, consiguió dormirse. Poco después tuvo
un sueño. Era así: Kamala poseía en una jaula de oro un exótico pajarillo
cantor. Soñó con ese pájaro. De madrugada, ~ pájaro se encontraba en silencio;
le llamó la atención, pues siempre cantaba a esa hora; se acercó y vio el
pequeño pájaro muerto en el suelo de la jaula. Lo sacó, lo acarició un momento
entre sus manos y seguidamente lo arrojó a la calle; en ese mismo instante se
asustó terriblemente y sintió que el corazón le dolía tanto como si con el
pájaro muerto hubiera arrojado todo lo bueno y valioso de su vida. Al
despertarse del sueño le invadió una profunda tristeza. Le parecía sin valor y
sin sentido toda su vida pasada. No le había quedado nada viviente, nada que
poseyera exquisitez, nada que mereciese la pena de guardar. Se encontraba solo
y vacío, como un náufrago en una desierta orilla. Tristemente, Siddharta se
marchó a un parque que le pertenecía, cerró la puerta y se sentó bajo un árbol;
se hallaba sentado allí y sentía que en su interior habitaba la muerte, existía
lo marchito, el fin. Paulatinamente concentró sus pensamientos; recorrió con su
mente todo el camino de su vida, desde los primeros días que aún podía
recordar. ¿Cuándo había disfrutado de felicidad, de una auténtica alegría? Sí,
varias veces. En sus años de adolescente la había probado cuando ganaba el
elogio de los brahmanes, al adelantarse a todos los chicos de su misma edad
para recitar los versos sagrados; o en las discusiones con los sabios, o como
ayudante en los sacrificios. Entonces oía decir a su corazón: «Hay un camino
ante ti, y es tu vocación; los dioses te esperan.» Y también sintió ese gozo
con más fuerza, cuando sus meditaciones, cada vez más elevadas, le habían
destacado de la mayoría de los que como él buscaban la felicidad, cuando
luchaba con ansia por sentir a Brahma, cuando a cada nuevo conocimiento se le
despertaba una sed mayor en su interior. Entonces, en medio de aquella sed, en
medio del dolor, había escuchado las mismas palabras: «¡Adelante! ¡Adelante!
¡Es tu vocación!»
Esta voz la había oído al abandonar a
sus padres para elegir la vida de samana y, otra vez, al ir de los samanas
hacia aquel ser perfecto, y nuevamente al ir del majestuoso hasta lo inseguro.
Contento con los pequeños placeres, pero nunca satisfecho, había pasado mucho
tiempo sin oír la voz, sin llegar a ninguna cumbre; durante largos años el
camino había sido monótono y llano, sin elevado objetivo, sin sed, sin
elevación. Sin saberlo siquiera el propio Siddharta se había esforzado por
parecer un ser humano como todos los que le rodeaban, como esos ninos; pero la
vida de ellos era mucho más mísera y pobre que la suya; sus fines no eran los
de él, ni tampoco sus preocupaciones. Todo aquel mundo de Kamaswami, para
Siddharta tan sólo había sido un juego, un baile, una comedia. Unicamente había
apreciado y amado a Kamala. Pero, ¿aún la necesitaba, o Kamala le necesitaba a
él? ¿No jugaban un juego sin fin? ¿Era necesario vivir para eso? ¡No, no lo
era! Ese juego se llamaba sansara, un juego de niños, quizá grato de jugar una
vez, dos, diez veces... ¿Pero una y otra vez para siempre? Siddharta se daba
cuenta de que el juego ya había terminado, y que ya no podía jugar.
Estremecióse y sintió en su interior que algo había muerto. Todo aquel día lo
pasó sentado bajo el árbol, pensando en su padre, en Govinda, en Gotama. ¿Había
tenido que abandonar a aquéllos para convertirse en un Kamaswami? Aún estaba
allí cuando se hizo de noche. Al levantar la mirada y observar las estrellas,
pensó: «Aquí estoy sentado bajo el árbol, bajo el mango, en mi parque.»
Sonrióse un poco. «¿Pero es necesario? ¿No es un juego necio el poseer un mango
un jardín?» También murieron estas palabras en su interior. Se levantó y
despidióse del mango y del parque. Como se había pasado el día sin comer,
sentía un hambre feroz; pensó en su casa de la ciudad, en su habitación, en su
cama, en su mesa llena de viandas. Cansado sonrió, se agitó un poco y
despidióse de todo ello. No hacía una hora que Siddharta abandonara el jardín,
cuando también abandonó la ciudad, y nunca más volvió a ella. Durante mucho
tiempo Kamaswami ordenó buscarle, pues creía que había caído en manos de los
bandoleros. Kamala no le buscó. Cuando supo que Siddharta había desaparecido,
ni siquiera se sorprendió. ¿No esperó eso siempre? ¿No se trataba de un samana,
de un hombre sin patria, de un peregrino?
Se dio cuenta perfectamente de ello en
el último encuentro; y en medio del dolor por aquella pérdida, se alegraba de
que todavía la última vez la hubiera estrechado con ardor contra su pecho, y de
haber sentido una vez más cómo Siddharta la poseía y cómo Kamala se fundía con
él. Cuando recibió la noticia de la desaparición de Siddharta, se acercó a la
ventana en que tenía la jaula de oro con el exótico pájaro cantor. Abrió la
portezuela, sacó el pájaro y lo dejó volar libremente. Durante mucho tiempo
siguió con la mirada el vuelo del ave. A partir de ese día, Kamala ya no
recibió más visitas, y cerró la casa. Después de un tiempo se dio cuenta de que
había quedado encinta después del último encuentro con Siddharta.
JUNTO AL RÍO
Ya lejos de la ciudad, Siddharta
caminó por el bosque. Sólo sabía una cosa con certeza: que no podía volver, que
la vida que había llevado durante años había pasado, concluido, y que la había
gozado hasta hastiarse. Había muerto el pájaro cantor con el que soñara. El ave
de su corazón había dejado de existir. Fue un profundo cautivo del sansara, se
embebió de asco y muerte por todas partes, como una esponja absorbe agua hasta
empaparse. Siddharta estaba lleno de fastidio, de miseria y muerte; ya no
existía nada en el mundo que pudiese alegrarle o consolarle. Con ansiedad
deseaba no saber nada de sí mismo, permanecer tranquilo, muerto. «¡Que caiga un
rayo y me mate! -pensaba-. ¡Que venga un tigre y me coma! ¡Que tome un vino, un
veneno que me adormezca, que haga olvidar y dé un sueño sin final! ¿Queda
alguna suciedad con la que todavía no me haya manchado? ¿Un pecado o una
necedad que no haya cometido? ¿Un vacío del alma sin sentir? ¿Era posible
respirar y aspirar una y otra vez, sentir hambre, volver a comer, dormir,
permanecer junto a una mujer? ¿No se había agotado ya ese círculo para
Siddharta?» Llegó junto a la orilla del gran río del bosque, el mismo que le
hizo cruzar un barquero cuando todavía era joven y venía de la ciudad de
Gotama. Se detuvo vacilante a la orilla del río. El cansancio y el hambre le
habían debilitado. ¿Para qué seguir adelante? ¿Hacia dónde ir? ¿A qué destino?
No, ya no existían objetivos; lo único que palpitaba era una ansiedad profunda
y dolorosa de arrojar ese sueño confuso, de escupir ese vino soso, de zanjar
esa vida miserable y vergonzosa. Un árbol se inclinaba sobre la ribera del río:
era un cocotero, en cuyo tronco apoyó Siddharta el hombro; Siddharta abrazó
luego el tronco y observó el agua verde que se deslizaba a sus pies; miró hacia
abajo y sintió deseos de soltarse y de desaparecer bajo el agua. Un vacío
estremecedor se reflejaba entre las ondas, al que replicaba el terrible hueco
de su alma. Sí, estaba acabado. Sí, para Siddharta, con la vida destrozada y
sin meta, con su formación malograda, ya no quedaba otra solución que lanzar su
existencia a los pies de los dioses con una sonrisa irónica. Ese era su deseo:
¡La muerte, la destrucción de la forma odiada! ¡Que los peces devoren ese perro
de Siddharta, ese demente, ese cuerpo desmantelado y podrido, esa alma
decadente! ¡Que los cocodrilos se lo coman! ¡Que los demonios lo descuarticen!
Con el rostro desencajado clavó su vista en el agua: al ver el reflejo de su
cara escupió en el agua. Lleno de abatimiento separó el brazo que apoyaba en el
tronco y se volvió un poco para deslizarse y hundirse de una vez para siempre.
Se hundía hacia la muerte con los ojos cerrados. En ese instante sintió una voz
llegar desde remotos lugares de su alma, del pasado de su agotada existencia.
Era una palabra, una sílaba que repetía maquinalmente una voz balbuciente; se
trataba de la vieja palabra, principio y fin de todas las oraciones de los
brahmanes: el sagrado Om, que significa «lo perfecto» o «la perfección». Y en
el momento en que la palabra Om alcanzó el oído de Siddharta, de repente
despertóse su espíritu adormecido y reconoció la necedad de su intención.
Siddharta se asustó profundamente, y pensó cómo había podido llegar a aquel
punto; se encontraba perdido, confuso, abandonado de toda sabiduría. Había
intentado buscar la muerte. Un deseo tan pueril había podido crecer en su
interior: ¡Encontrar la tranquilidad apagando su vida! Lo que no habían logrado
en todo ese tiempo la tortura, el despecho y la desesperación, lo consiguió el
Om al penetrar en su conciencia. Siddharta reconoció su miseria y su error. -Om
-repetía-. ¡Om! Y de nuevo volvió a tener conciencia del Brahma, del carácter
indestructible de la vida... que había llegado a olvidar. Pero ese momento tan
sólo duró un segundo, como un rayo. Siddharta se desvaneció al pie del cocotero,
quedó su cabeza junto a la raíz y durmió profundamente. Su sueño era hondo y
libre de pesadillas; hacia mucho tiempo que no conseguía dormir así. Cuando
despertó, después de varias horas, le pareció que habían pasado diez años:
escuchó el ruido del agua; no recordaba dónde se encontraba ni cómo había
llegado hasta allí. Abrió los ojos y con asombro observó sobre su cabeza los
árboles y el firmamento; lo pasado parecía estar cubierto por un velo
inmensamente lejano e indiferente. Sólo sabía que la vida abandonada había sido
una encarnación pasada, anterior a su actual yo; comprendía que había
conseguido apartarse de su anterior existencia, y se hallaba tan lleno de asco
y de miseria que hasta había pretendido quitarse la vida; allí, junto a un río,
bajo un cocotero, volvió en sí. Se había quedado dormido con la palabra sagrada
Om, en los labios, y ahora se despertaba y contemplaba el mundo como un ser
nuevo. Con voz baja pronunció el vocablo, con el que se había quedado
adormecido; le pareció que en todo su largo sueño no hizo otra cosa que hablar
del Om, pensar en el Om, hundirse y penetrar en el Om, en lo indecible, en lo
perfecto. ¡Qué sueño tan maravilloso! ¡Jamás le había refrescado tanto un
sueño, y renovado y rejuvenecido! ¿Acaso estaba muerto realmente, o se había
hundido y había vuelto a nacer con una nueva encarnación? Pero no, Siddharta se
reconocía: sus manos y sus pies, el lugar donde se encontraba, el yo en su
interior, el Siddharta caprichoso, raro; no obstante, Siddharta había cambiado,
se había renovado, se encontraba descansado, despierto, alegre y curioso.
Siddharta se incorporó y vio frente a él a una persona: un forastero, un monje
vestido con la túnica amarilla y la cabeza afeitada, en postura de meditación.
Contempló al hombre, que no tenía cabello ni barba, y no tardó mucho en
advertir que el monje era Govinda, el amigo de su juventud. Govinda, el que se
había refugiado con el majestuoso. También había envejecido Govinda, como él,
pero su rostro aún mantenía los mismos rasgos, expresaba diligencia, lealtad,
búsqueda y temor. Y cuando Govinda levantó la mirada al sentirse observado,
Siddharta se dio cuenta inmediatamente de que su amigo no le reconocía. Govinda
se alegró al verle despierto; evidentemente, hacía mucho tiempo que esperaba
que despertase, aunque no le conocía. -Me he dormido -manifestó Siddharta-.
¿Cómo has llegado hasta aquí? -Sí, ya te he visto dormir -contestó Govinda-. Y
no es muy recomendable hacerlo en estos sitios, pues a menudo hay serpientes, y
además éste es el camino de los animales del bosque. Yo, señor, soy un
discípulo del majestuoso buda, del Sakia Muni, pasaba por aquí, con otros de
mis compañeros, cuando te vi dormir en lugar tan peligroso. Por ello intenté
despertarte, señor, y al comprobar que tu sueño era muy profundo, me rezagué y
me senté a un lado. Y mientras deseaba vigilar tu sueño, creo que yo también me
he dormido. Mal cumplí mi servicio, pues el cansancio me venció. Pero ya que
ahora estás despierto, dame licencia para reunirme con mis compañeros. -Te
agradezco mucho, samana, que vigilaras mi sueño -continuó Siddharta-. Los
discípulos del majestuoso sois muy amables. Ahora ya puedes irte. -Me marcho,
con tu permiso. Que el Señor proteja tu salud. -Gracias, samana. Govinda hizo
la señal del saludo y declaró: -Adiós. -Adiós, Govinda -contestó Siddharta. El
monje se detuvo. -Permíteme, señor. ¿De dónde conoces mi nombre? Siddharta
sonrió. -Govinda, te conozco de la casa de tu padre y de la escuela de los
brahmanes, de los sacrificios, de nuestro viaje con los samanas, y de aquella
hora cuando tú, en el bosque de Jetavana, te refugiaste en el majestuoso.
-¡Eres Siddharta! -exclamó Govinda-. Ahora te reconozco, y no comprendo cómo
antes no me he dado cuenta inmediatamente. Bien venido, Siddharta. Siento un
gran gozo al volver a verte. -También yo me alegro de verte otra vez. Has sido
el vigilante de mi sueño: una vez más te doy las gracias, aunque no hubiera
necesitado una custodia. ¿Adónde vas, amigo? -No me dirijo a ninguna parte, en
concreto. Los monjes siempre caminamos, mientras no es la estación de las
lluvias; vamos siempre de un sitio a otro, vivimos según la regla, pregonamos
la doctrina, recibimos limosnas y continuamos nuestro viaje. Siempre así. ¿Pero
tú, Siddharta, adónde vas? Contestó Siddharta -Yo hago lo mismo que tú, amigo.
No voy a ninguna parte. Sólo estoy en camino. Soy un peregrino. Govinda
replicó: -Dices que eres un peregrino, y te creo. Pero, perdóname, Siddharta,
no tienes aspecto de peregrino. Llevas el atuendo de un hombre rico, calzas
zapatos de aristócrata, y tu cabello perfumado no es el de un samana. -Muy
bien, amigo, has observado con agudeza, no has perdido detalle. Pero yo no he
dicho que sea un samana. Tan sólo dije: soy un peregrino. Y así es. -Es posible
-respondió Govinda-. Pero pocos peregrinan con esas ropas, con esos zapatos,
con esos cabellos. Jamás he encontrado un peregrino así, en todos los años que
camino. -Te creo, Govinda. Pero hoy has encontrado un peregrino con estos
zapatos y así vestido. Acuérdate, amigo, que el mundo de las formas es
pasajero, temporal, sobre todo con nuestros vestidos, nuestro cabello y todo
nuestro cuerpo. Llevo el ropaje de un rico, te has fijado bien. Lo llevo porque
he sido rico. Y llevo el pelo como la gente mundana y los libertinos, porque he
sido también uno de ellos. -¿Y ahora, Siddharta? ¿Qué eres ahora? -No lo sé. Lo
ignoro tanto como tú. Estoy en camino. He sido un potentado, y ya no lo soy. Y
no sé lo que seré mañana. -Te has arruinado? -He perdido las riquezas o ellas
me arruinaron a mi. Digamos que se me han extraviado. Govinda, la rueda de lo
ingrato gira con extremada rapidez. ¿Dónde se halla el brahma Siddharta? ¿Dónde
se encuentra el samana Siddharta? ¿Dónde quedó el rico Siddharta? Lo temporal
cambia muy aprisa, Govinda. Tú bien lo sabes. Govinda contempló durante largo
tiempo al amigo de su juventud, y en sus ojos apareció una duda. Entonces le
saludó como se saluda a los aristócratas, y se puso en marcha. Siddharta, con
el rostro sonriente, le siguió con la mirada. ¡Todavía amaba a ese hombre fiel
y temeroso! ¡Cómo habría sido posible no amar a nadie o a nada, después de un
sueño tan maravilloso, tan lleno del Om! Precisamente el encantamiento estaba
allí: en el sueño se le había preparado para amarlo todo; se encontraba lleno
de amor hacia todo lo que contemplaba. Y justamente ésa fue su enfermedad
anterior, según le parecía ahora: el no saber amar a nada ni a nadie.
Sonriente, continuaba observando Siddharta al monje que se alejaba. El sueño le
había devuelto las fuerzas, pero le seguía molestando el hambre, ya que ahora
hacía dos días que no comía y el tiempo en que solía ayunar se encontraba muy
lejano. Con preocupación, pero feliz, recordó aquel pasado. Fue entonces cuando
recordó cómo había glorificado ante Kamala tres artes que antes había dominado
perfectamente: ayunar, esperar, pensar. Esta había sido su fortuna, su poder y
su fuerza. Había aprendido esas artes en los años penosos y difíciles de su
juventud, nada más. Y ahora le habían abandonado, ninguna de las tres artes le
pertenecía ya: ni el ayunar, ni el esperar, ni el pensar. ¡Las había trocado
por lo más miserable y más pasajero, por los deleites de los sentidos, el
bienestar físico, las riquezas! Realmente le había sucedido algo extraño. Y
ahora parecía que de nuevo se había convertido en un ser humano. Siddharta
reflexionó acerca de su situación. Le costó meditar; en el fondo no le
apetecía, pero se obligó a sí mismo. Pensó: «Ahora que por fin han sucumbido
todas las cosas pasajeras, ahora que vuelvo a estar bajo el sol, como cuando
fui un chiquillo, me doy cuenta de que no sé nada, de que no soy capaz de nada,
de que no he aprendido nada. ¡Qué raro es todo esto! ¡Ahora voy a empezar de
nuevo, como un niño, a pesar de que ya no soy joven y que mis cabellos empiezan
a encanecer -sonrió otra vez-. Sí, tu destino será muy singular.» Siddharta se
perdía, pero ahora volvía a encontrarse en este mundo y se veía vacío, desnudo
e ignorante. Y sin embargo, no podía sentir pena por lo sucedido. No. Al
contrario, tenía deseos de reír, de burlarse de sí mismo, de chancearse de todo
ese mundo tan necio y tan absurdo. «¡Estás en decadencia!», se acusó a sí
mismo., y seguidamente echóse a reír. Al pronunciar estas palabras, miró al
río, que también se deslizaba por una pendiente, siempre hacia abajo, sin dejar
de estar alegre y de canturrear. Eso gustó a Siddharta que sonrió amable- mente
al río. ¿No era el mismo río en el que había querido ahogarse, hacía ya tiempo,
quizás unos cien años? ¿O tal vez lo soñó? Siddharta continuó meditando:
«Realmente mi vida ha seguido un curso muy espécial, dando muchos rodeos. De
chiquillo sólo oía hablar de dioses y sacrificios. De mozo sólo me entretenía
con ascetas, pensamientos, meditaciones, buscando a Brahma, venerando al eterno
atman. Ya de joven seguía los ascetas, viví en el bosque, sufrí calor y frío,
aprendí a pasar hambre, aprendí a apagar mi cuerpo. Entonces la doctrina del
gran buda me pareció una maravilla; sentí circular en mi interior todo el sabor
de la unidad del mundo, corno si se tratara de mi propia sangre. No obstante,
tuve que alejarme del mismo buda y del gran saber. Me fui y aprendí el arte del
amor con Kamala, el comercio con Kamaswami; amontoné dinero, malgasté, aprendí
a contentar a mi estómago, a lisonjear a mis sentidos. He necesitado muchos
años para perder mi espíritu, para olvidarme del pensar y la unidad. «¿No
parece que he precisado dar grandes rodeos para convertirme paulatinamente en
un hombre, para dejar de ser filósofo y vivir como una persona vulgar?» Y, a
pesar de todo, ha sido un buen camino, no ha muerto completamente el pájaro que
se alberga en mi interior. Pero, ¡qué camino es ése! He tenido que sobrevivir a
tanta ignorancia, vicio, error, asco y desengaño, tan sólo para volver a ser un
hombre que no piensa, como los niños, y así, poder empezar de nuevo. No
obstante, todo ha ido bien, mi corazón se alegra, mis ojos ríen. He tenido que
sufrir con desesperación, me he visto obligado a rebajarme hasta la idea más
necia, la del suicidio, para poder recibir la gracia de sentir el Om, para
volver a dormir bien y a despertarme mejor. Tuve que convertirme en un
ignorante para poder encontrar al atman en mi interior. He tenido que pecar para
volver a resucitar. «¿Hacia dónde me seguirá llevando este camino? Mi sendero
sigue un itinerario absurdo, da rodeos, y quizá también vueltas. ¡Que siga por
donde quiera! ¡YO lo seguiré!» Sintió en su pecho una alegría maravillosa. «¿De
dónde sale esa alegría tan grande? -preguntó a su corazón-. ¿Acaso te viene de
ese largo sueño, que tanto bien te hizo? ¿O proviene de la palabra Om, que
pronuncié? ¿O acaso es porque he conseguido escapar, he logrado la fuga y por
fin me encuentro otra vez libre, como un chiquillo bajo el cielo? «¡Qué
maravilla es poder huir, ser libre! ¡Qué aire más limpio y puro se respira
aquí! ¡ Qué delicia aspirarlo! Allí, de donde escapé, todo olía a cremas,
especias, vino, saciedad, ocio. ¡Cómo odiaba ese mundo de ricos, vividores y
jugadores! ¡Cómo me aborrecía, me robaba, envenenaba, torturaba, envejecía y
maldecía! ¡No, jamás creeré en mí, como antes, cuando me gustaba pensar que
Siddharta era un sabio! Sin embargo, ahora sí que he obrado bien; ¡me gusta,
puedo elogiar mi obra! ¡Ahora termina el odio contra mí mismo, contra esa vida
necia y monótona! Te felicito, Siddharta, ya que después de tantos años de ocio
has vuelto a tener una nueva idea, has obrado, has oído cantar al pájaro en tu
pecho, ¡y le has seguido!» De esta forma se elogió y se sintió satisfecho de sí
mismo, a la vez que oía los rugidos del hambre en su estómago. Un retazo de
pena, un mendrugo de miseria: eso era lo que ahora percibía; en los últimos
días había apurado hasta el máximo y luego lo escupió todo; se sació hasta la
desesperación y la muerte. Así era mejor. Hubiera podido quedarse mucho más
tiempo con Kamaswami, ganar dinero, malgastarlo, hinchar su barriga y dejar que
su alma muriese de sed; habría podido vivir todavía mucho tiempo en aquel
infierno suave y bien acolchado, si no le hubiera llegado el momento del
desconsuelo total, de la desesperación. Fue aquel instante, cuando se
balanceaba por encima de la corriente del agua, dispuesto a destruirse. Había
sentido esa desesperación, esa profunda repugnancia, pero no se dejó vencer; el
pájaro, la fuente y la voz de su interior continuaban con vida. Esa era su
alegría, su risa; por eso brillaba su rostro bajo las canas. «Es bueno -pensó-
probar personalmente todo lo que hace falta aprender. Desde niño, desde mucho
tiempo, sabía que los placeres mundanos y las riquezas no acarrean ningún bien;
pero ahora lo he vivido. Y ahora lo sé, no sólo porque me lo enseñaron, sino
porque lo han visto mis ojos, mi corazón, mi estómago. ¡Qué bello es saberlo!»
Mucho tiempo permaneció meditando acerca del cambio que se había producido en
su ser. Escuchó al pájaro que trinaba alegre. ¿No había muerto el pájaro en su
interior, no había sufrido su muerte? No; en Siddharta había muerto algo muy distinto,
que desde hacía tiempo deseaba sucumbir. ¿No era lo mismo que en sus ardientes
años de asceta había querido apagar? ¿No era su yo, el yo pequeño, temeroso,
orgulloso, con que había luchado durante tantos días, el que siempre le vencía,
el que después de cada penitencia, volvía a surgir, y le quitaba la alegría, y
le daba temor? ¿Acaso no era eso lo que por fin hoy había encontrado la muerte,
allí en el bosque, junto a ese río idílico? ¿No era esa muerte por lo que
Siddharta había vuelto a ser un niño, y sintió confianza, alegría y temeridad?
Ahora también comprendió por qué había luchado inútilmente contra ese yo,
mientras era brahmán o asceta. ¡Se lo había impedido el exceso de sabiduría, de
versos sagrados, de reglas para sacrificios, de mortificaciones, la excesiva
ambición! Con arrogancia, siempre había sido el primero, el más inteligente, el
más sabio, el más diligente; siempre se encontraba un paso más adelante de los
demás compañeros, sabios, sacerdotes o eruditos. Su yo se había escondido en ese
sacerdocio, en aquella erudición e intelectualidad; estaba allí y crecía,
mientras Siddharta creía apagarlo con ayunos y penitencias. Ahora se daba
cuenta y observaba que la voz secreta tenía razón: ningún profesor se lo
hubiera podido reprimir jamas. Por ello tuvo que lanzarse al mundo, perderse
entre los placeres y el poder, la mujer y el dinero; se había tenido que
convertir en comerciante, jugador, bebedor, glotón, hasta que el brahmán y el
samana de su interior se murieran. Por tal causa había tenido que soportar esos
años monstruosos, ese hastío, vacío y absurdo de una vida monótona y perdida,
hasta que por fin, como una desesperacion, el vividor y el Siddharta ávido
habían llegado a sucumbir. Muerto, un nuevo Siddharta había resucitado. También
este se volvería viejo, también tendría que morir algún día; Siddharta era
transitorio, como pasajera es toda formación. Pero hoy se hallaba en plena
forma, joven como un chiquillo, un nuevo Siddharta. Estaba lleno de alegría.
Meditaba todas estas ideas, escuchaba sonriente su estómago y agradecía el
zumbido de una abeja. Miraba con alegría la corriente del río: jamás un agua le
había gustado tanto, jamás había percibido la voz y el ejemplo de la corriente
con tanta fuerza. Le parecía que ese río poseía algo especial, algo que aún
desconocía, pero que le esperaba. En ese río se había querido ahogar Siddharta,
y en él había sucumbido el Siddharta viejo, cansado, desesperado. Sin embargo,
el nuevo Siddharta sentía por esa corriente un profundo amor que le obligaba a
no abandonarla con prisas.
EL BARQUERO
«Junto a este río deseo quedarme
-pensó Siddharta-. Es el mismo por el que un amable barquero me condujo al
camino de los humanos, de los niños. Me dirigiré a su vivienda. Desde su choza
me encaminó entonces hacia una nueva vida, que ahora ya está vieja y muerta.
¡Que mi nuevo camino también empiece desde allí.» Observaba la corriente con
cariño, su verde transparencia, sus ondas cristalinas, con dibujos llenos de
misterio. Contempló las perlas claras que subían desde el fondo, las burbujas
que flotaban en la superficie, el espejo del azul del cielo. El río también le
miraba con sus mil ojos, verdes, blancos, ambarinos, celestes. ¡Cuánto amaba
aquella corriente! ¡Cuántas cosas le agradecía! Desde el interior de su corazón
escuchaba la voz que despertaba de nuevo y le decía: «Ama a este río! ¡Quédate
con él! ¡Aprende de él!» ¡ Oh, sí! Siddharta quería aprender del río, deseaba
escucharlo. Le parecía que el que comprendiera a esta corriente y sus secretos,
también entendería muchas otras cosas, muchos secretos, todos los misterios.
Hoy únicamente podía conocer un secreto del río: el que se apoderó de su alma.
Se daba cuenta de que el agua corría y corría, siempre se deslizaba y, sin
embargo, siempre se encontraba allí, en todo momento. ¡Y no obstante, siempre
era agua nueva! ¿Quién podía comprenderlo? Siddharta, no; tan sólo tenía una
vislumbre, escuchaba un recuerdo lejano, unas voces divinas. Siddharta se
levantó. El rugido del hambre en el estómago se hacía insoportable. Mientras
sufría, continuó su camino a lo largo de la ribera, contra la corriente,
escuchando el rumor y los alaridos de su estómago. Cuando llegó a la lancha de
cruce, la halló dispuesta para la salida. A su lado estaba el mismo barquero
que había conducido al joven samana. Siddharta le reconoció al momento; también
el barquero había envejecido mucho. -¿Quieres pasarme? -preguntó. El barquero
se sorprendió al ver a un hombre tan distinguido viajar solo y a pie. Le acogió
en su barca y abandonó la orilla. -Has elegido una vida muy bella -declaró el
viajero-. Debe de ser muy hermoso vivir junto a estas aguas y deslizarse por su
superficie. El remero se balanceó sonriente y repuso: -Es hermoso, señor, como
tú dices, ¿pero acaso no es bella la vida toda y todos los trabajos? -Quizá.
Pero yo envidio el tuyo. -¡Oh! Pronto te cansarías. Esto no es para gentes
elegantes. Siddharta sonrió. -Ya me miraste una vez por mis ropajes y además,
con desconfianza. ¿No te gustaría aceptarlos, barquero, puesto que a mí me
molestan? Debes saber que no tengo con qué pagarte. -El señor bromea -dijo el
barquero, festivo. -No bromeo, amigo. Mira, ya una vez crucé en tu barca por el
río, gracias a tu bondad. Hazlo también hoy y acepta mis vestidos como pago.
-¿Y el señor piensa seguir su viaje sin vestidos? -Lo que me gustaría es no
proseguir el viaje. Lo que más me apetecería, barquero, es que me dieras un
delantal, y así podría quedarme como ayudante tuyo, o mejor, como tu aprendiz,
pues primero debo aprender a llevar la barca.
Durante largo tiempo el barquero
observó al forastero, como si buscara algo. -Ahora te reconozco -manifestó por
fin-. En otra ocasión dormiste en mi choza, hace mucho tiempo, quizá más de veinte
años. Yo te llevé al otro lado del río y nos despedimos como buenos amigos. ¿No
fuiste un samana? De tu nombre no me acuerdo. -Me llamo Siddharta, y era un
samana cuando me viste por última vez. -Bien venido seas, Siddharta. Yo me
llamo Vasudeva. Espero que también hoy seas mi invitado, que duermas en mi
choza y me cuentes de dónde vienes y por qué te molestan tus elegantes ropas.
Habían alcanzado el centro del río y Vasudeva tuvo que remar con más fuerza
para ir contra la corriente. Su trabajo era tranquilo, y él bogaba con su
mirada fija en la proa de la barca, con sus brazos curtidos. Siddharta se
hallaba sentado y le observaba; recordó entonces que ya en aquel su último día
de samana, habíase despertado en su corazón el amor hacia aquel hombre. Agradecido
aceptó la invi- tación de Vasudeva. Cuando llegaron a la orilla le ayudó a atar
la barca en los postes; después el barquero le invitó a entrar en la cabaña y
le ofreció pan y agua. Siddharta lo comió con gusto, como también los frutos
del mango, que le ofreció el barquero. Ya cerca del atardecer se sentaron los
dos en un tronco de la orilla y Siddharta contó al barquero su origen y su
vida, tal y como la había visto hoy en aquella hora de desesperación. El relato
duró hasta altas horas de la noche. Vasudeva escuchó con suma atención. Lo
comprendió todo, el origen, la niñez, todo el aprendizaje, la búsqueda, la
alegría y la miseria. Entre las muchas virtudes del barquero, destacaba la de
saber escuchar como pocas personas. Sin decir palabras, Siddharta notó que
Vasudeva asimilaba todas sus explicaciones, sosegado, abierto, esperando sin
perder una sola palabra, sin impaciencias, sin críticas ni elogios: únicamente
escuchaba. Siddharta sintió la felicidad de confesarse a tal oyente, de hundir
en su corazón su propia vida, la propia búsqueda, el propio sufrimiento. Al
finalizar el relato, sin embargo, cuando habló del árbol junto al río y de su
profundo desfallecimiento, del sagrado Om y de cómo después del sueño se había
sentido mucho mejor, el barquero escuchó con doble atención, totalmente
entregado, con los ojos cerrados. No obstante, Siddharta enmudeció, transcurrió
un largo silencio hasta que Vasudeva empezó a decir: -Es lo que yo me
imaginaba. El río te ha hablado. También es amigo tuyo, también él te habla.
Esa es una buena señal, muy buena. Quédate conmigo, Siddharta, amigo. Tenía una
esposa, su cama está junto a la mía; pero ha muerto ya hace mucho tiempo, y
vivo solo. Convive conmigo: hay sitio y comida para ambos. -Te lo agradezco
-declaró Siddharta-. Te lo agradezco y acepto. Y también te doy las gracias por
haberme escuchado tan bien. Hay pocas personas que sepan escuchar, y no
encontré a nadie que lo hiciera como tú. También quiero aprender esto de ti.
-Lo aprenderás -contestó Vasudeva-, pero no de mí. Yo lo aprendí del río, a ti
también te lo enseñará. El río lo sabe todo y todo se puede aprender de él.
Mira, ya te has enterado por el agua de que es necesario dirigirse hacia abajo,
descender, buscar la profundidad. El rico y distinguido Siddharta se convierte
en remero; el sabio brahmán Siddharta se convierte en barquero; también eso te
lo ha enseñado el río. Progresarás asimismo con el resto. Después de una larga
pausa, preguntó Siddharta: -¿Qué resto, Vasudeva? -Se ha hecho tarde -contestó-.
Vayamos a dormir. No te puedo decir yo el «resto», amigo. Ya lo sabrás, quizá
ya los has estudiado. Mira, yo no soy un sabio, y no sé hablar y tampoco
pensar. Sólo sé escuchar y ser piadoso: no he aprendido otra cosa. Si lo
supiera decir y enseñar, quizá fuera un sabio; así, sin embargo, sólo soy un
barquero y mi deber es cruzar a la gente por este río. He cruzado a muchos, a
miles, y para todos ellos mi río sólo ha sido un obstáculo en sus itinerarios.
Viajaban por dinero y negocios, iban a bodas y romerías; el río se interponía
en su camino y el barquero estaba allí para pasarlos rápidamente sobre ese
obstáculo. Pero para algunos entre miles, para muy pocos, el río dejaba de ser
un obstáculo; ellos han oído su voz, la han escuchado, y el río se ha
convertido para ellos en algo sagrado, igual que para mí. Y ahora vámonos a
descansar, Siddharta. Siddharta se quedó con el barquero y aprendió a manejar
la barca; y si no tenía trabajo con la barca, ayudaba a Vasudeva en el campo de
arroz, recogía la madera, cosechaba los frutos del bananero. Aprendió a
construir un remo, y a reparar la embarcación, y a trenzar cestos. Estaba
alegre por todo lo que aprendía y los días y los meses pasaban con rapidez.
Pero, más de lo que podía enseñarle Vasudeva, le instruía el río. De él
aprendía continuamente. Sobre todo le enseñó a escuchar, a atender con el
corazón tranquilo, con el alma serena y abierta, sin pasión, sin deseo, sin
juicio ni opinión. Le gustaba vivir al lado de Vasudeva, y a veces cambiaba
unas palabras, pocas, pero bien pensadas. Vasudeva no era amigo de palabras:
pocas veces lograba hacerle hablar. -¿También has aprendido tú -le preguntó una
vez-, has aprendido del río el secreto de que no existe el tiempo? El rostro de
Vasudeva se iluminó con una radiante sonrisa. -Sí, Siddharta -contestó-.
¿Quieres decir esto: que el río está en todas partes a la vez? ¿ En su fuente y
en la desembocadura, en la cascada, en la balsa, en la catarata, en el mar, en
la montaña, en todas partes a la vez? ¿Y que para él sólo existe el presente y
desconoce la sombra del futuro? -Eso es -repuso Siddharta-. Y cuando lo conocí,
descubrí mi vida, que también era un niño, y el niño Siddharta, el hombre
Siddharta, el viejo Siddharta sólo estaban separados por sombras, por nada
real. Y tampoco los nacimientos anteriores de Siddharta eran pasado, ni su
muerte y su renacimiento al Brahma han sido futuro. Nada fue, ni será; todo es,
todo tiene esencia y presente. Siddharta hablaba encantado: la inspiración le
había producido una profunda felicidad. Mas, ¿no era tiempo todo el
sufrimiento? ¿No era todo él temor y tortura, el tiempo? ¿No se superaba y
alejaba todo lo difícil y hostil en el mundo, si se superaba el tiempo, si se
lo anulaba? Había hablado gozoso. Pero Vasudeva le sonrió con el rostro
iluminado e hizo un gesto de afirmación. En silencio pasó su mano por el hombro
de Siddharta y regresó a su trabajo. Y otra vez, cuando en la estación de las
lluvias el río crecía y el rugido aumentaba poderoso, manifestó Siddharta:
-¿Verdad, amigo, que el río tiene muchas, muchísimas, voces? ¿No posee la voz
de un rey y de un guerrero, la de un toro y la de un pájaro nocturno, la de una
pantera y la de un hombre que suspira, y otras voces más? -Así es -declaró
Vasudeva-. Todas las voces de la creación están en el río. ~Y puedes descifrar
lo que dicen -continuó Siddharta- cuando oyes sus diez mil tonos a la vez? El
rostro de Vasudeva sonreía feliz, se inclinó hacia Siddharta y le dijo al oído
lo que el sagrado Om le había comunicado: lo mismo que antes había dicho a
Siddharta. La sonrisa de Siddharta se parecía cada vez más a la del barquero;
era casi igual de brillante, expresaba casi la misma felicidad, brillaba igual
en sus mil pequeñas arrugas; era equivalente en inocencia y en madurez. Muchos
de los viajeros, al ver a los dos barqueros, los tenían por hermanos. A menudo
se sentaban por la noche en el tronco, junto a la orilla; en silencio
escuchaban el susurro del agua, que para ellos ya no era la corriente, sino la
voz de la vida, de la existencia, de lo que siempre será. Y a veces ocurría que
al escuchar ambos al río, pensaban en las mismas cosas, en una conversación de
anteayer, en un viajero cuya cara y destino les interesaba, en la muerte, en su
niñez; y los dos, en el mismo instante que habían escuchado del río algo bueno,
se miraban mutuamente, pensando ambos exactamente igual, se sentían felices
ante la misma contestación por idéntica pregunta. Algunos de los viajeros
percibían que de la barca y de los barqueros emanaba algo especial. A veces
ocurría que un viajero, después de haber observado la cara de los barqueros,
empezaba a narrar su vida, sus pesares, confesaba sus pecados y terminaba
pidiendo consuelo y consejo. En otras ocasiones, les pedían permiso para quedarse
una noche con ellos y así poder escuchar la voz del río. También sucedía que
llegaban curiosos a los que les habían contado que en ese lugar vivían dos
sabios, o magos, o santos. Los curiosos preguntaban entonces, pero no recibían
ninguna contestación; y tampoco encontraban que fueran magos ni sabios, y sólo
hallaban a dos ancianos amables, que parecían mudos, extraños y seniles. Los
curiosos se reían y comentaban entre sí la buena fe y la necedad de la plebe,
que propagaba rumores sin fundamento. Los años pasaban y nadie se entretenía en
contarlos. Un día llegaron unos monjes, discípulos de Gotama, del buda, y
pidieron que les cruzaran a la otra orilla del río; los barqueros se enteraron
por ellos que les había llegado la noticia de que el majestuoso estaba enfermo
de gravedad y pronto moriría su última muerte humana, para entrar en la
redención. No pasó mucho tiempo, y llegó un nuevo grupo de monjes hasta la
barca, y otro, y monjes y viajeros no hablaban de otra cosa sino de Gotama y su
próxima muerte. De todas partes llegaba la gente atraída como por arte de
magia, para presenciar la muerte del gran buda, como si se tratara de ir a una
campaña o a la coronación de un rey; todos dirigían sus pasos hacia el lugar en
donde debería suceder algo prodigioso, donde el más perfecto de ese tiempo
debía entrar en la gloria. Durante esos días, Siddharta pensaba frecuentemente
en el moribundo, en el gran profesor cuya voz había avisado a los pueblos,
había despertado a millares de gentes; en ese tono que también escuchó
Siddharta, igual que contempló su sagrado rostro. Pensaba en él como en un
viejo amigo, veía el camino de perfección ante sus ojos, y sonriendo recordaba
las palabras que de joven había dirigido al majestuoso. Ahora le parecían
términos orgullosos e impertinentes: los recordaba sonriente. Hacía ya mucho
que no se sentía separado de Gotama, cuya doctrina no había querido aceptar.
No, el que realmente quiere encontrar, y por ello busca, no puede aceptar
ninguna doctrina. Pero el que ha encontrado, ya puede aceptar cualquier
doctrina, cualquier camino u objetivo; a éste ya no le separa nada de los miles
restantes que viven en lo eterno, que respiran lo divino. Uno de esos días,
cuando tantos peregrinaban hacia el buda moribundo, también lo hizo Kamala, que
en otros tiempos fue la más bella cortesana. Hacía ya tiempo que se había
retirado de su vida anterior; había regalado su jardín a los monjes de Gotania,
se había refugiado en su doctrina y pertenecía al número de las amigas y
bienhechoras de los peregrinos. Junto con el pequeño Siddharta, su hijo, se
había puesto en camino al recibir la noticia de la próxima muerte de Gotama.
Iba a pie y vestida con sencillez. Con su chiquillo andaba por la orilla del
río; pero el niño se cansó pronto, quería regresar, descansar, comer. Estaba
impaciente y lloriqueaba. Kamala tuvo que detenerse varias veces, el pequeño se
hallaba acostumbrado a imponer su voluntad, y Kamala debía darle comida y
consuelo. El niño no comprendía por qué tenía que hacer aquella penosa y triste
peregrinación con su madre, hacia un lugar desconocido, hacia un hombre
extraño, pero que era un santo y se estaba muriendo. ¿Qué le importaba al chiquillo
que se muriera? Los peregrinos no se hallaban lejos de la barca de Vasudeva
cuando el pequeño Siddharta obligó a descansar otra vez a su madre. También
Kamala se encontraba fatigada, y mientras el muchacho se comía un plátano,
sentóse ella en el suelo, cerró un poco los ojos y se dispuso a descansar. Pero
de improviso, Kamala lanzó un grito de dolor; el muchacho la miró asustado y
vio cómo las mejillas de su madre estaban pálidas de horror. Debajo de su
vestido asomó una pequeña serpiente negra, que acababa de morder a Kamala. Los
dos juntos echaron a correr en busca de otros seres humanos, y pronto llegaron
cerca de la barca. Allí se desplomó Kamala, pues no pudo continuar en pie. El
niño abrazó y besó a su madre mientras no cesaba de gritar; también Kamala
pidió socorro hasta que sus gritos llegaron a oídos de Vasudeva, que se
encontraba junto a la barca. Se les acercó rápidamente, cogió a la mujer entre
sus brazos y la llevó a la barca, mientras el pequeño corría a su lado. Pronto
llegaron a la choza donde se encontraba Siddharta encendiendo el fuego de la
cocina. Levantó la vista y lo primero que vio fue al niño, que le recordaba de
una manera extraña cosas pasadas. Seguidamente contempló a Kamala, a la que
reconoció inmediatamente, a pesar de encontrarse desmayada en brazos del
barquero. Ahora comprendió también que el rostro del pequeño le llamó la
atención porque era su propio hijo, y el corazón le saltó dentro del pecho.
Lavaron la herida de Kamala, pero ya estaba negra, el vientre de la mujer se había
hinchado. Le dieron a beber una tisana. Poco a poco Kamala volvió en sí; yacía
en el lecho de Siddharta, en la choza. Inclinado a su lado se encontraba
Siddharta, el que en otros tiempos la había amado tanto.
Le parecía un sueño. Sonriente miró el
rostro de su amigo; únicamente percatóse de su situación poco después. Recordó
la mordedura... y llamó temerosa al pequeño. -No te preocupes, está aquí
-declaró Siddharta. Kamala le miró a los ojos. Empezó a hablar con lengua pesada,
debido a la paralización del veneno. -Te has vuelto viejo, querido -dijo-. Tus
cabellos ya son grises. Pero aún pareces el joven samana que se acercó a mi
jardín sin vestido y con los pies polvorientos. Te asemejas más a él ahora que
cuando nos abandonaste a Kamaswami y a mí. Sobre todo en los ojos, Siddharta.
Sí, yo también me he vuelto vieja... ¿Me has reconocido? Siddharta sonrío. -Al
momento, Kamala querida. Kamala señaló a su hijo y continuó: -¿Y a él? Es tu
hijo. Siddharta desvió la mirada y cerró los ojos. El pequeño echóse a llorar.
Siddharta lo sentó en sus rodillas y le dejó que llorase. Acarició sus cabellos
y al contemplar el rostro infantil, se acordó de una oración de los brahmanes
que había aprendido siendo niño. Empezó a pronunciarla lentamente, como un
cántico; el pasado y la niñez le dictaban los versos. Y con ese canto monótono
el niño se tranquilizó. De vez en cuando todavía lloriqueaba, pero por fin se
durmió. Siddharta lo depositó en la cama de Vasudeva. El barquero se hallaba en
la cocina y preparaba un poco de arroz. Siddharta le miró y Vasudeva contestó
con una leve sonrisa. -Morirá -balbuceó Siddharta, en voz baja. Vasudeva afirmó
con la cabeza. Su amable rostro se hallaba iluminado por el fuego de la cocina.
Kamala volvió en sí otra vez. El dolor le contraía el semblante, los ojos de
Siddharta notaban el sufrimiento en su boca y en sus pálidas mejillas. Lo leía
en silencio, con atención, esperando, entregado al sufrimiento. Kamala se
percató y buscó su mirada. Luego manifestó: -Ahora me doy cuenta de que tus
ojos también han cambiado. ¿En qué conozco que tú eres Siddharta? Lo eres y no
lo eres. Siddharta no habló. En silencio fijó sus ojos en los de Kamala. -¿Lo
has conseguido? -preguntó Kamala-. ¿Has encontrado la paz? Siddharta sonrió y
colocó su mano sobre la de Kamala. -Ya me doy cuenta -continuó Kamala-. Ya lo
veo. Yo también encontraré la paz. -La has hallado -repuso Siddharta, en un
susurro. Kamala continuaba con la mirada fija en los ojos de Siddharta. Pensó
que había querido peregrinar hacia Gotama para ver el rostro de una persona
perfecta, para respirar la paz, y en vez de Gotama se había encontrado con
Siddharta. Pero todo había salido bien, como si hubiera visto al perfecto e
iluminado. Quiso decírselo a Siddharta, pero la lengua ya no le obedecía.
Continuó Siddharta mirándola en silencio, y notó cómo la vida se apagaba en sus
ojos. Cuando el último dolor estremeció sus ojos y los veló al contraerse sus
miembros por última vez, Siddharta le cerró los párpados con los dedos. Durante
mucho tiempo permaneció sentado mirando la cara de Kamala. Contempló su boca,
cansada y vieja, con sus labios delgados, y se acordó de que en la primavera de
su vida la había comparado con un higo recién abierto. Durante mucho tiempo
leyó en el rostro pálido las arrugas del cansancio, se llenó de esa imagen y
vio entonces su propia cara, igual de blanca y de marchita; a la vez pudo
observar los dos rostros jóvenes, de labios rojos, de ojos ardientes..., y la
sensación de presente y simultaneidad le llenó totalmente, con un sentimiento
de eternidad. En ese momento sentía más profundamente que nunca el carácter
indestructible de toda la vida, de la eternidad de cada instante.
Cuando se levantó, Vasudeva había
preparado un poco de arroz. Pero Siddharta no comió. Prepararon un lecho en el
establo, donde se hallaba la cabra, y Vasudeva se marchó a dormir. Siddharta,
en cambio, salió y pasó toda la noche delante de la cabaña, escuchando al río
que bañaba el pasado, rodeado a la vez de todos los tiempos de su vida. De vez
en cuando, se acercaba a la puerta de la cabaña para saber si dormía el niño.
Muy pronto, de madrugada, aun antes de salir el sol, salió Vasudeva de la
cuadra y se acercó a su amigo. -No has dormido -le dijo. -No, Vasudeva. He
permanecido aquí y he escuchado la voz del río. Me ha dicho muchas cosas, me ha
llenado profundamente con la idea de la unidad. -Has sufrido, Siddharta, pero
veo que la tristeza no ha entrado en tu corazón. -No, amigo. ¿Cómo podría estar
triste? Yo, que he sido rico y feliz, ahora lo soy todavía más. Me han regalado
a mi hijo. -Bien venido sea tu hijo. Pero ahora, Siddharta, empecemos a
trabajar, pues hay mucho por hacer. Kamala ha muerto en el lecho en que murió
mi esposa. También haremos fuego en la misma colina en que encendí la hoguera
para mi mujer. Y mientras el niño seguía dormido, levantaron la pira.
EL HIJO
El niño había presenciado el funeral
de su madre con timidez y lloriqueos; asustado y sombrío había escuchado a
Siddharta, que le saludaba como hijo y le daba la bienvenida a la choza de
Vasudeva. Durante varios días quiso permanecer en la colina de su madre muerta;
se hallaba demacrado, sin apetito. Cerraba los ojos y el corazón; se rebelaba
obstinadamente contra su destino. Siddharta le trató con tacto y le dejó hacer:
respetó su duelo. Comprendió Siddharta que su hijo no le conocía, y por lo
tanto, no podía amarle como a un padre. Paulatinamente, también se dio cuenta
de que ese niño, que ya tenía once años, era una personilla mimada, pues fue
criado entre algodones, educado en las costumbres de los adinerados: comidas
exquisitas, cama blanda, órdenes a los criados. Siddharta comprendió que entre
sus hábitos y la pena, no podía contentarse de repente, con buena voluntad,
ante la pobreza. No le obligó a hacer nada, le sirvió paciente y le guardó
siempre la mejor ración. Esperaba ganarle poco a poco, con amable paciencia.
Cuando llegó el niño, Siddharta se creyó rico y feliz. Sin embargo, al observar
que el tiempo pasaba y el chico continuaba siendo extraño y sombrío, al ver que
mostraba un corazón orgulloso y terco, que no quería trabajar ni respetar a los
viejos, pero sí robar de los árboles frutas de Vasudeva, entonces Siddharta
empezó a entender que con su hijo no le había llegado la paz y la felicidad,
sino la pena y la preocupación. No obstante, Siddharta amaba al muchacho, y
prefería los disgustos del amor, a su anterior paz y felicidad sin el pequeño.
Desde que el joven Siddharta vivía en la cabaña, los viejos se habían tenido
que repartir la tarea. Vasudeva cumplía el deber de barquero, otra vez solo, y
Siddharta hacía el trabajo de la vivienda y del campo, para mantenerse cerca de
su hijo. Durante mucho tiempo, incluso largos meses, Siddharta esperó
inútilmente que su hijo le comprendiera, que aceptara su amor, que quizá le
correspondiera. Vasudeva esperó durante muchos meses; confiaba y callaba. Un
día el joven Siddharta vejó una vez más a su padre con su testarudez y sus
caprichos, y le rompió dos fuentes de arroz; aquella noche, Vasudeva llamó a su
amigo y habló con él. -Perdóname -empezó-. Te hablo con el corazón de un amigo.
Veo que tienes preocupaciones, problemas. Tu hijo amado te preocupa, y también
me inquieta a mí. El joven pájaro está acostumbrado a otra vida, a otro nido.
No se ha escapado, como tú, de la riqueza y de la ciudad por hastío o
aburrimiento, sino que lo ha abandonado en contra de su voluntad. Pregunté al
río, amigo; muchas veces le he interrogado. Pero la corriente se ríe de mí y de
ti, y se burla de nuestra necedad. El agua quiere estar junto al agua, la
juventud con la juventud. Tu hijo no se encuentra en el lugar apropiado para
poder desarrollarse bien. ¡Pregunta también al río, y sigue su consejo!
Siddharta observó el amable semblante, en cuyos innumerables surcos se
albergaba una continua serenidad. -Pero, ¿puedo yo separarme de él? -preguntó
Siddharta en voz baja, avergonzado-. ¡Deja que pase un tiempo, amigo! Mira, yo
lucho por ganar el corazón de mi hijo, me esfuerzo con paciencia y amor, quiero
conseguirlo. También el río llegará a hablarle a él.; también tiene vocación.
La sonrisa de Vasudeva se hizo más afectuosa. -Pues claro, también el pequeño
tiene vocación y sirve para la vida eterna. No obstante, ¿sabemos nosotros, tú
y yo, qué vocación tiene, qué vida le espera, qué obras y qué sufrimientos? Sus
dolores no serán pocos, ya que su corazón es orgulloso y duro, y esas personas
tienen que sufrir mucho, equivocarse infinidad de veces, cometer innumerables
injusticias, pecar una y otra vez. Dime, amigo, ¿no educas a tu hijo? ¿No le
obligas? ¿No le pegas? ¿No le castigas? -No, Vasudeva, no hago nada de eso. -Me
lo imaginaba. No le obligas, ni le pegas, ni le mandas, y es que sabes que lo
blando es más fuerte que lo duro, que el agua es más potente que la roca, que
el amor es más vigoroso que la violencia. Conforme, y te elogio. Sin embargo,
¿no te equivocas pensando que no le obligas ni castigas? ¿No te atas con tu
amor? ¿ No le avergüenzas día a día y le dificultas sus obras con tu bondad y
paciencia? ¿No obligas al muchacho arrogante y mimado a vivir en una choza con
dos viejos que se alimentan de plátanos y para los que un plato de arroz es un
bocado exquisito? Nuestros pensamientos nunca podrán ser los suyos, igual que
nuestro corazón viejo y quieto lleva otra marcha, que no es la suya. ¿No crees
que ya ha sido bastante castigado con todo ello? Siddharta bajó la cabeza,
consternado. En voz baja preguntó: -¿Qué me aconsejas que debo hacer? Vasudeva
continuo: -Llévale a la ciudad, a casa de su madre. Allá todavía estarán los
criados; déjale con ellos. Y si no los hay, condúcelo a casa de un profesor, no
por lo que le pueda enseñar, sino para que se halle junto a otros chicos y chicas
de su edad, en ese mundo que es el suyo. ¿Nunca lo pensaste? -Tú lees en mi
corazón -repuso Siddharta-. A menudo lo pensé. Pero oye, ¿cómo puedo
trasladarlo a ese mundo, si tiene débil el corazón? ¿No se volverá disoluto, no
se perderá entre los placeres y el poder? ¿No repetirá los errores de su padre?
¿No se hundirá para siempre en el sansara? La sonrisa del barquero se iluminó.
Suavemente oprimió el brazo de Siddharta y declaró: - ¡Pregunta al río, amigo!
¡Escucha su risa! ¿Realmente crees que has cometido tú esas necedades para
ahorrárselas a tu hijo? ¿Acaso puedes protegerlo contra el sansara? ¿Y cómo?
¿Con la doctrina, con oraciones, advertencias? Amigo, ¿has olvidado totalmente
aquella historia, la del hijo de un brahmán, llamado Siddharta, que me contaste
aquí mismo? ¿Quién ha protegido del sansara al samana Siddharta? ¿Quién del
pecado, de la codicia, de la necedad? ¿Le pudo custodiar la piedad de su padre,
las advertencias de los profesores, sus propios conocimientos, su propia
búsqueda? ¿Qué padre o qué profesor han conseguido evitar que él mismo viva la
vida, se ensucie con la existencia, se cargue de culpabilidad, beba el brebaje
amargo, encuentre su camino? Amigo, ¿ acaso crees que ese camino se lo podías
ahorrar a alguien? ¿Quizás a tu hijo, porque le amas y desearías ahorrarle
penas, dolor y desilusiones? Aunque te murieras diez veces por él, no
conseguirías apartarle lo más mínimo de su destino. Jamás Vasudeva había
gastado tantas palabras. Siddharta se lo agradeció amablemente; preocupado,
regresó a la cabaña y durante mucho tiempo no logró conciliar el sueño.
Vasudeva no le había dicho nada que antes no hubiera advertido y reflexionado.
Pero era una idea que no podía poner en práctica; el amor hacia el muchacho era
más fuerte que el conocimiento de la realidad, su cariño era más fuerte que el
temor a perderlo. ¿Se había preocupado antes su corazón tan profundamente por
algo? Jamás había amado a una persona tan ciegamente, nunca sufrió tanto por
nadie, encontrándose feliz y desdichado a la vez. Siddharta no era capaz de
seguir el consejo de su amigo: no podía abandonar a su hijo. Se dejó mandar y
despreciar por el muchacho. Callaba y esperaba; diariamente empezaba la lucha
silenciosa de la amabilidad, de la paciencia. También Vasudeva se callaba y
esperaba, amable, sabio, indulgente. Ambos eran maestros en la paciencia. En
una ocasión, como las facciones del muchacho le recordaran mucho a Kamala,
Siddharta se vio obligado a pensar en una frase que le dijo Kamala una vez. «Tú
no sabes amar», le había manifestado. Y Siddharta le había dado la razón. Y
entonces se comparó con una estrella, y a los humanos con las hojas secas que
se desprenden de los árboles; mas a pesar de todo, Siddharta advirtió en
aquella frase un reproche. Realmente, nunca había podido perderse ni entregarse
totalmente a una persona; olvidarse de sí mismo y cometer necedades por amor a
otro; no, jamás supo hacerlo y ésta -así se lo parecía- había sido la gran
diferencia que le separaba de los pueriles humanos. No obstante, ahora, desde
que tenía a su hijo, también Siddharta se había convertido en un ser humano:
sufría por una persona ajena, la amaba, y perdido por su amor se había
convertido en un necio. También Siddharta sentía ahora, por primera vez en su
vida, aunque tarde, aquella pasión, la más fuerte y especial pasión; sufría por
ella, penaba extraordinariamente, y sin embargo, a la vez experimentaba una
felicidad, una renovación, una nueva riqueza. Se daba perfecta cuenta de que
ese amor ciego hacia su hijo era una verdadera pasión; algo muy humano, un
sansara, una fuente turbia, un agua oscura. A pesar de ello, a la vez sentía
que le era valioso, necesario, como su propio ser. También se tenía que
satisfacer aquel placer, también se tenían que probar esos dolores, también se
debían cometer esas necedades. Mientras tanto, el hijo le dejaba cometer esas
necedades, y consentía que se humillara diariamente ante sus caprichos. Ese
padre no poseía nada que pudiera admirar el muchacho, nada que le hiciera
temer. Era un buen hombre, bondadoso, amable, quizá piadoso, o un santo...,
pero estas cualidades no podían convencer al joven. Le aburría ese padre que le
encerraba en aquella miserable choza; se cansaba que a cada grosería suya le
contestara con una sonrisa, a cada insulto con un gesto de amabilidad, a cada
malicia con bondad. Eso era precisamente lo que más odiaba del viejo. El
muchacho habría preferido que le amenazara, que le maltratase. Y llegó el día
en que estallaron los sentimientos del joven Siddharta, y se dirigieron
directamente contra su padre. Le había dado éste una orden que recogiera leña.
Pero el chico no salía de la choza; permaneció allí testarudo y furioso;
pataleó, apretó los puños, y en pleno acceso arrojó todo su odio y desprecio a
la cara del padre. -¡Busca tú mismo la leña! -le gritó excitado-. Yo no soy tu
criado. Ya sé que no me pegas, que no te atreves; ya sé que con tu piedad y
paciencia continuamente me quieres castigar y seducir. ¡Deseas que sea como tú:
piadoso, amable, sabio! Sin embargo, escúchame: ¡Prefiero ser un ladrón o un
asesino e irme al infierno, antes que ser como tú! ¡Te odio! ¡No eres mi padre,
aunque hayas sido diez veces el amante de mi madre! La ira y el disgusto le
desbordaron, cien palabras funestas se lanzaron contra el padre. Seguidamente
el muchacho desapareció corriendo y no regresó hasta la última hora del
crepúsculo. Sin embargo, a la mañana siguiente, había desaparecido; Tampoco
hallaron el pequeño cesto de mimbre de dos colores en el que los barqueros
guardaban las monedas de plata y cobre que recibían, como paga de su trabajo.
Igualmente se había perdido la barca. Siddharta la vio en la otra orilla del
río. Su hijo se había escapado. -Debo seguirle -se dijo Siddharta, que todavía
temblaba por los insultos del muchacho, el día anterior-. Un niño no puede
cruzar solo el bosque. Se perderá. Tendremos que construir un bote, Vasudeva,
para llegar a la otra orilla. -Haremos una lancha -contestó Vasudeva- para ir a
buscar la barca que el joven se ha llevado. Pero a él deberías dejarle correr,
amigo. Ya no es un niño, sabrá arreglárselas. El muchacho busca el camino de la
ciudad, y tiene razón, no lo olvides. Hace lo que tú mismo has olvidado hacer.
Se preocupa por sí mismo, sigue su camino. Siddharta, veo que sufres, pero son
tormentos de los que uno puede reírse, y tú te burlarás de ellos muy pronto.
Siddharta no contestó. Ya tenía el hacha entre las manos y empezó a construir
un bote de bambú. Vasudeva le ayudaba para atar las cañas con cuerdas de hierbas.
Entonces abandonaron la orilla, la corriente los llevó río abajo; en la otra
ribera arrastraron al bote corriente arriba. -¿Para qué te has traído el hacha?
-inquirió Siddharta. Vasudeva contesto: -Podría ocurrir que el remo de nuestra
embarcación se hubiera perdido. Sin embargo, Siddharta sabía lo que su amigo
pensaba. Creía que el muchacho habría roto o arrojado el remo para vengarse, y
a la vez impedir que le siguieran. Y, realmente, en la barca no había remo.
Vasudeva señaló el suelo de la barca y fijó la mirada en su amigo con una
sonrisa, como si quisiera decir: «¿No ves lo que tu hijo desea decirte? ¿No te
das cuenta de que no quiere que le sigas?» Pero no lo expuso con palabras. Tomó
el hacha y empezó a cortar un nuevo remo. No obstante, Siddharta se despidió
para ir a buscar al fugitivo. Vasudeva no se lo impidió. Cuando Siddharta
llevaba ya mucho tiempo en el bosque, se dio cuenta de la inutilidad de la
búsqueda. Pensó que el zagal ya se le habría adelantado mucho, llegando
entonces a la ciudad, o bien, si todavía estaba en camino, se escondía de él.
Al seguir reflexionando comprendió que realmente no se preocupaba de su hijo;
en su interior tenía la certeza de que no le había sucedido nada y que en el
bosque no le amenazaba ningún peligro. A pesar de ello, corría sin descanso, no
ya para salvarle, sino sólo por el fuerte deseo de verle una vez más. Y así
llegó hasta la ciudad. En la carretera ancha, cerca de la población, se detuvo
ante la entrada del hermoso parque que antes fuera propiedad de Kamala, allí
donde la vio por primera vez, sentada en su litera. Su alma despertó. De nuevo
se vio allí de joven, un samana barbudo y desnudo, con el cabello polvoriento.
Siddharta se quedó durante mucho tiempo ante la puerta y observó el interior
del jardín. Pudo ver allí monjes de hábito amarillo paseándose bajo los
frondosos árboles. Permaneció en el mismo lugar un buen rato; pensó, recordó la
imagen, escuchó la historia de su vida. Mucho tiempo contempló a los monjes,
pero viendo a los jóvenes Siddharta y Kamala bajo los altos árboles. Con
claridad observó cómo Kamala le entregaba el primer beso; vio a Siddharta que
sentía desprecio y orgullo por su antigua vida de brahmán, y buscaba
afanosamente y con vanidad la vida mundana. También pudo percibir a Kamaswami,
a los criados, vio las fiestas, los jugadores de dados, los músicos; sintió que
el pájaro de Kamala vivía otra vez, respiró el sansara, volvióse a encontrar
viejo y cansado, hastiado, deseoso de suicidarse. Y por segunda vez le salvó el
Om. Después de permanecer junto a la puerta del parque, Siddharta comprendió
que era necio el deseo que le había conducido hasta aquel lugar: no podía
ayudar a su hijo, no debía atarse a su hijo. Dentro de su corazón sentía el
profundo amor hacia el muchacho, como si se tratara de una herida; pero, a la
vez, esa herida no era dolorosa, sino que se convertiría en una brillante flor.
Se puso triste porque hasta entonces aún no había brotado la flor, ni siquiera
brillaba. Ahora tan sólo existía el vacío en aquel mismo lugar en el que había
ido a buscar a su hijo. Se sentó tristemente, experimentó como si algo muriese
en su corazón; un vacío, una desilusión, una falta de objetivo. Se encontraba
allí ensimismado, esperando. Lo había aprendido del río: aguardar, tener
paciencia, escuchar. Y se hallaba allí, contemplando el polvo del camino,
atendiendo a su corazón triste y cansado: esperaba la voz. Durante muchas horas
permaneció aguardando; ya no podía ver ninguna imagen, estaba hundido en el vacío,
se hundía sin ver el camino. Y cuando sentía el dolor de la herida, hablaba en
silencio con el Om se llenaba del Om. Los monjes del jardín le vieron; al notar
que se quedaba allí durante horas y horas y que en su cabello gris se
depositaba el polvo, uno de ellos se le acercó y le colocó a su lado dos frutos
del bananero. El anciano no los vio. Una mano que tocó su hombro le despertó
del sueño. Inmediatamente reconoció aquel contacto cariñoso; avergonzado volvió
en sí. Se levantó y saludó a Vasudeva, que le había seguido a distancia. Al ver
la cara cordial de Vasudeva, con sus ojos serenos, arrugados por la sonrisa,
también sonrió Siddharta. Ahora advirtió los frutos del bananero; los levantó,
dio uno al barquero y se comió el otro. En silencio regresó con Vasudeva al
bosque, a la barca. Ninguno de los dos habló sobre lo sucedido, nunca más
nombraron al muchacho; jamás se mencionó la fuga, en ningún momento se renovó
la herida. Al llegar a la cabaña, Siddharta se tendió encima del lecho. Poco
después, Vasudeva se le acercó para ofrecerle una copa de leche de coco, pero
Siddharta ya dormía.
OM
Durante mucho tiempo aún se resentía
de la herida. Siddharta tuvo que pasar por el río muchos viajeros que iban
acompañados de un hijo o una hija. Le era imposible fijarse en ellos sin sentir
envidia, sin pensar: «Tantas personas, tantos miles de personas poseen la más
dulce felicidad. ¿Y por qué yo no? Incluso son personas malas, bandidos y
ladrones, y tienen hijos y los aman, y son amados por ellos. Unicamente yo no
lo tengo.» Pensaba con tanta simpleza, que Siddharta ahora se parecía a esos
seres humanos que nunca pierden el fondo infantil. Ahora observaba a las
personas desde otro ángulo distinto; quizá menos inteligente y menos orgulloso,
pero más cálido, mas carinoso, con más interés. Cuando cruzaban viajeros
corrientes, gentes infantiles, comerciantes, guerreros, mujeres..., ya no se
mostraba tan asombrado de esas personas como antes. Los comprendía y se
interesaba por su vida, que no se guiaba por raciocinios y conocimientos, sino
únicamente por instintos y deseos. Ahora sentía igual que ellos. Aunque
Siddharta se encontraba cerca de la perfección, llevaba consigo la última
herida; ahora le parecía que esos humanos pueriles eran sus hermanos; sus
vanidades, deseos y absurdos perdían ante él lo ridículo, se volvían
comprensibles, simpáticos e incluso venerables. El amor ciego de una madre
hacia su hijo, el orgullo estúpido de un padre presumido por su único vástago,
el afán ofuscado de una mujer joven y frívola por las joyas, por la mirada de
admiración de los hombres..., todos esos instintos y pasiones simples y necias,
pero de enorme fuerza, se imponían ahora ante Siddharta con un poder
avasallador; ya no eran chiquilladas. Se daba cuenta de que por todo ello la
gente vivía, deseaba lograr una infinidad de metas, efectuaba viajes, combatía
en guerras, sufría infinitamente, soportaba hasta lo indecible. Por ello,
Siddharta los amaba; veía en ellos la vida, la existencia, lo indestructibIe;
el Brahma se hallaba en cada una de sus pasiones, de sus obras. Esos seres le
eran simpáticos y admirables por su ciega fidelidad, por su ofuscada fuerza y
resistencia. No les faltaba nada; y sin embargo, el sabio y el filósofo sólo
les aventajaba en un detalle diminuto: la conciencia, la idea consciente de la
unidad de toda la vida. Y Siddharta llegaba a veces a dudar de si esa idea o
conocimiento tenía valor, o si quizá se trataba también de otra necedad de los
humanos pensadores. En todo lo demás, los seres mundanos eran iguales a los
sabios, incluso a menudo los superaban, como también los animales, al obrar con
fortaleza y sin dejarse inmutar. Poco a poco maduraba en Siddharta la plena
conciencia de saber lo que realmente era sabiduría, la meta de su larga
búsqueda. Sin embargo, no se trataba más que de una disposición de alma, de una
capacidad, de un arte secreto de poder pensar la teoría de la unidad en
cualquier momento, en medio de la vida, de poder sentir y respirar esa unidad.
Paulatinamente se abría esa flor en su interior, se reflejaba en el arrugado
rostro aniñado de Vasudeva: armonía, conocimiento de la eterna perfección del
mundo, sonrisa, unidad. No obstante, la herida le dolía aún; Siddharta pensaba
en su hijo con ansiedad y amargura, mantenía su amor y afecto dentro de su
corazón, permitía que el dolor le consumiera, cometía todas las necedades del
amor. La llama no se podía apagar por sí sola. Y un día, cuando la herida le
desgarraba, Siddharta cruzó la otra orilla del río con ansiedad, se bajó de la
barca y se encontró dispuesto a dirigirse a la ciudad, en busca de su hijo. El
río se deslizaba suavemente, en silencio, ya que era el tiempo de la sequía.
Sin embargo, su voz sonaba de manera extraña: ¡Reía!
Sencillamente, el río se reía.
Evidentemente se reía del viejo barquero. Siddharta se detuvo, se inclinó hacia
el agua para poderla escuchar mejor, y vio reflejado su rostro; aquella cara le
recordaba cosas pasadas, y se dio cuenta de lo siguiente: aquel rostro se
parecía mucho a otro que él había conocido, amado e incluso temido. Se parecía
al de su padre, el brahmán. Y recordó que hacía mucho tiempo, de joven, había
obligado a su padre a que le dejara marcharse con los ascetas; y luego fue su
despedida, su marcha y su aplazado regreso. ¿No había sufrido su padre la misma
pena que hoy sufría Siddharta por su hijo? ¿No había muerto su padre hacía
tiempo, solo, sin haber visto a su hijo una vez más? ¿Por qué no tenía que
esperar Siddharta la misma suerte? ¿No se trataba de una farsa, de una
circunstancia rara y estúpida, esa repetición, ese recorrer el mismo círculo
fatal? El río se reía. Sí, así era; todo lo que no se había terminado de sufrir
y solucionar, regresaba de nuevo. Siempre se volvían a sufrir las mismas penas.
Y Siddharta regresó a la barca, volvió a la choza y siguió pensando en su
padre, en su hijo, en el río que se burlaba, en su enemistad consigo mismo. Iba
a desesperarse, incluso a echarse a reír, con el propio río, de sí mismo y de
todo el mundo. Sí, todavía no florecía la herida; el corazón aún se defendía
contra el destino. Todavía no brillaba la serenidad y la victoria del
sufrimiento. Pero Siddharta sentía la esperanza, y al regresar a la choza un
deseo irresistible le obligó a abrir su alma ante Vasudeva, a mostrarle todo, a
contarle todo al maestro de audiencia. Vasudeva se encontraba en la cabaña
trenzando un cesto. Ya no conducía la barca, pues sus ojos empezaban a volverse
débiles; y no tan sólo le fallaba la vista, sino también los brazos y las
manos. Lo único que no cambiaba era su floreciente alegría y la serena
benevolencia del rostro. Siddharta se sentó junto al anciano y empezó a hablar
lentamente. Ahora contaba lo que nunca había dicho: sobre su camino hacia la
ciudad, de la herida dolorosa, de su envidia al ver a otros padres felices, de
su conocimiento, de la necedad ante tales deseos, de su inútil lucha contra
todo aquello. Lo contó todo; podía decirle todo, incluso lo más delicado; a
Vasudeva se le podía explicar todo, mostrárselo, narrárselo. Le mostró su
herida, le contó su última fuga: cómo hoy se había dirigido al otro lado del
río, como un niño fugitivo, dispuesto a ir a la ciudad. Y de cómo el río se le
había burlado. Habló durante largo tiempo. Mientras se desahogaba. Vasudeva
escuchaba con su cara sonrosada; Siddharta sentía que esa atención de Vasudeva
era más fuerte que nunca. Notó que sus dolores y temores se le transmitían, y
cómo Vasudeva se los devolvía. Mostrar la herida a ese oyente era como bañarla
en el río hasta que se refrescara la herida y el cuerpo que la padecía. Y
Siddharta continuó hablando, reconociendo, confesando; cada vez se percataba
que el que le escuchaba ya no era Vasudeva, ya no era aquel hombre inmóvil, que
se impregnaba de su confesión como el árbol se empapa con la lluvia; ese ser
inmóvil era el propio río, el dios mismo, la eternidad. en persona. Y a la vez
que Siddharta dejaba de pensar en sí mismo y en su herida, empezaba a
comprender el cambio de Vasudeva; cuanto más lo sentía y penetraba, menos
sorprendente le parecía; percatá- base entonces de que todo era natural.
Vasudeva ya hacía tiempo que estaba así, casi desde siempre, únicamente que
Siddharta no se había dado cuenta. También a Siddharta le faltaba muy poco para
llegar a ser igual que Vasudeva. Sentía que ahora le miraba como el pueblo
observa a los dioses, y que esa situación no podía durar; su corazón comenzó a
despedirse de Vasudeva, mientras su boca continuaba hablando sin detenerse.
Cuando terminó, Vasudeva dirigió a él su mirada amable, ya algo débil; no
pronunció una palabra, su rostro silencioso expresaba amor y serenidad,
comprensión y sabiduría. Tomó la mano de Siddharta, la condujo al banco junto a
la orilla del río, y se sentó con él. Vasudeva sonrió a la corriente. -Le has
oído reír -comentó-. Pero no lo has oído todo. Escuchemos y verás cómo dice más
cosas. Y prestaron atención. El canto polífono del agua se oía suavemente.
Siddharta tenía la mirada fija en el río y en la corriente se le aparecieron
imágenes: su padre solitario, llorando por el hijo; Siddharta mismo, también
solitario y atado a su hijo con los lejanos brazos del anhelo; también su hijo,
el joven Siddharta, ansioso, corriendo por la ardiente senda de los jóvenes
deseos. Cada uno se hallaba dirigido hacia su meta, obsesionado con su fin,
sufriendo por su objetivo. El río lo narraba todo con voz de sufrimiento, con
cantos ansiosos, tonalidades tristes, corrientes curiosas. «¿Lo oyes?»,
preguntó la mirada silenciosa de Vasudeva. Siddharta negó con la cabeza.
-¡Escucha mejor! -susurró Vasudeva. Siddharta se esforzó por atender mejor. La
imagen de su padre, la suya y la de su hijo se juntaban; también se le apareció
la figura de Kamala, pero se deshizo; igualmente vio la imagen de Govinda y de
otros, y todas se entremezclaban y terminaban por desaparecer en el agua; todas
corrían como el río, hacia su meta, ansiosos, sufriendo. Y la voz del río
resonaba llena de ansiedad, de dolor, de un deseo insaciable. El río corría
hacia su meta. Siddharta observaba a ese río forjado por él, por los suyos, por
todas las personas a las que jamás había visto. Todas las corrientes de agua se
deslizaban con prisa, sufriendo, hacia sus fines, y en cada meta se encontraban
con otra, y llegaban a todos los objetivos, y siempre seguía otro más; y el
agua se convertía en vapor, subía al cielo, se transformaba en lluvia, se precipitaba
desde el cielo, se convertía en fuente, en torrente, en río, y de nuevo se
deslizaba corriendo hacia su próximo fin. Pero aquella voz ansiosa había
cambiado. Aún sonaba con resabios de sufrimiento y ansiedad, pero a ella se le
unían otras voces de alegría y sufrimiento, sonidos buenos y malos, que reían y
lloraban. Cien voces, mil voces. Siddharta escuchaba. Ahora tan sólo permanecía
atento, totalmente entregado a esa sensación; completamente vacío, sólo
dedicado a asimilar, se daba cuenta de que acababa de aprender a escuchar. Ya,
en muchas ocasiones, había oído las voces, el río, pero hoy sonaban diferentes.
Ya no podía diferenciar las alegres de las tristes, las del niño y las del
hombre: todas eran una, el lamento, el anhelo y la risa del sabio, el grito de
ira y el suspiro del moribundo. Todo era uno, todo permanecía estrechamente
enlazado, y mil veces entremezclado. Y todo aquello unido era el río, todas las
voces, los fines, los anhelos, los sufrimientos, los placeres; el río era la
música de la vida. Y cuando Siddharta escuchaba con atención al río, podía oír
esa canción de mil voces; y sino escuchaba el dolor ni la risa, si no ataba su
alma a una de aquellas voces y no penetraba su yo en ella ni oía todas las
tonalidades, entonces percibía únicamente el total, la unidad. En aquel
momento, la canción de mil voces, consistía en una sola palabra: el Om, la
perfección. «¿Lo oyes?», le preguntó nuevamente la mirada de Vasudeva. Su
sonrisa era clara; todas las arrugas de su vetusto rostro brillaban, como
cuando el Om flota sobre todas las voces del río. Su sonrisa era diáfana cuando
se dirigía al amigo; y ahora también el rostro de Siddharta brillaba con la
misma clase de sonrisa. Su herida florecía, su sufrimiento se iluminaba, su yo
había entrado en la unidad. En aquel momento, Siddharta dejó de luchar contra
el destino, terminó el sufrir. En su cara se dibujaba la serenidad que da la
sabiduría, a la que ya no se opone ninguna voluntad, la que conoce toda la
perfección, la que está de acuerdo con el río de los sucesos, con la corriente
de la vida, lleno de igualdad de sentimientos, entregado a la corriente,
perteneciente a la unidad. Cuando Vasudeva se levantó de su asiento junto a la
orilla, miró a los ojos de Siddharta y observó en ellos el brillo y la
serenidad de la sabiduría; suavemente le tocó el hombro con la mano, con cariño
y cuidado, y declaró: -He estado esperando este momento, amigo. Ahora que ha
llegado, por fin, dejad que me marche. Durante mucho tiempo he aguardado; ya he
sido bastante tiempo el barquero Vasudeva. ¡Adiós, río! ¡Adiós, choza! ¡Adiós,
Siddharta! Siddharta se inclinó profundamente ante Vasudeva. -Lo sabía
-manifestó en voz baja-. ¿Te irás a los bosques? -Me voy a los bosques, hacia
la unidad -contestó Vasudeva, y su rostro resplandecía. Se alejó con rostro
refulgante; Siddharta le siguió con la mirada llena de profunda alegría, de honda
serenidad; contempló su caminar lleno de paz, observó su cabeza rodeada de
resplandor, vio su cuerpo rebosante de luz.
GOVINDA
En una ocasión se encontraba Govinda
con otros monjes descansando en el jardín que la cortesana Kamala había
regalado a los discípulos de Gotama. Oyó hablar de un viejo barquero que vivía
junto al río, a la distancia de una jornada, y que era considerado como un
sabio. Cuando llegó el día en que tuvo que continuar su camino, Govinda eligió
el camino en dirección a la barca, ya que deseaba conocer a aquel barquero.
Pues, a pesar de que él había vivido toda su existencia según las reglas, y
aunque los monjes jóvenes le respetaban por su edad y modestia, dentro de su
corazón no se había apagado la llama de la inquietud y la búsqueda. Llegó al
río, rogó al viejo que le llevara al otro lado, y cuando bajaron de la barca,
declaró: -Mucho bien nos has hecho a nosotros, los monjes y peregrinos, ya que
a la mayoría nos cruzaste por este río. ¿No eres tú también, barquero, uno de
los que buscan el camino de la verdad? Los ojos viejos de Siddharta sonrieron
al contestar: ~Te encuentras también tú entre los que buscan, venerable? Mas,
¿no tienes ya muchos años y llevas el hábito de los monjes de Gotama? -Aunque
soy viejo -repuso Govinda-, no he dejado de buscar. Jamás dejaré de hacerlo:
ése parece ser mi destino. Y creo que tú también has buscado. ¿Quieres darme un
consejo, venerable? Siddharta declaró: -¿Qué podría decirte, venerable? Quizá
que has buscado demasiado. Que de tanto buscar, no tienes ocasión para
encontrar. -¿Cómo es eso? -preguntó Govinda. -Cuando alguien busca -continuó
Siddharta-, fácilmente puede ocurrir que su ojo sólo se fije en lo que busca;
pero como no lo halla, tampoco deja entrar en su ser otra cosa, ya que
únicamente piensa en lo que busca, tiene un fin y está obsesionado con esa
meta. Buscar significa tener un objetivo. Encontrar, sin embargo, significa
estar libre, abierto, no necesitar ningún fin. Tú, venerable, quizás eres
realmente uno que busca, pues persiguiendo tu objetivo, no ves muchas cosas que
están a la vista. -Todavía no te comprendo muy bien -objetó Govinda-. ¿Qué
quieres decir? Y Siddharta contestó: -Hace tiempo, venerable, hace muchos años,
que ya estuviste aquí una vez, junto a este río, y en su ribera hallaste a una
persona durmiendo; entonces te sentaste a su lado para velar su sueño. Pero no
reconociste a la persona que dormía, Govinda. Sorprendido, y como hechizado, el
monje miró a los ojos del barquero. -¿Eres tú, Siddharta? -preguntó con voz
temblorosa-. ¡Tampoco esta vez te habría reconocido! ¡Te saludo de corazón,
Siddharta, y me alegra profundamente volverte a ver! Has cambiado mucho,
amigo... ¿Así que te has convertido en barquero? Siddharta sonrió amablemente.
-Pues, sí, en barquero. Hay que cambiar mucho, Govinda. Hay quien debe llevar
muchos hábitos, y yo soy uno de ellos, amigo. Sé bien venido, Govinda, y
quédate esta noche en mi choza. Govinda permaneció aquella noche en la cabaña y
durmió en el lecho que antes fuera de Vasudeva. Interrogó mucho a su amigo de
juventud, y Siddharta se vio obligado a contarle su vida. Cuando a la mañana
siguiente había llegado la hora de empezar la marcha diaria, preguntó vacilante
Govinda: -Antes de continuar mi camino, Siddharta, permíteme una pregunta.
¿Tienes una doctrina? ¿Tienes una fe o una creencia que sigues, que te ayuda a
vivir y a obrar bien? Siddharta declaró: -Tú ya sabes, amigo, que de joven,
cuando vivía con los ascetas, en el bosque, llegué a creer que debía desconfiar
de las doctrinas y los profesores, y darles la espalda. No he cambiado de
opinión. No obstante, he tenido muchos otros maestros desde entonces. Incluso
una bella cortesana fue mi instructora por un largo tiempo, así como un rico
comerciante y unos jugadores de dados. También lo ha sido en una ocasión un
discípulo de Buda; estaba sentado a mi lado, en el bosque, cuando yo me había
adormecido en mi peregrinar. También aprendí de él, y le estoy agradecido, de
veras. Sin embargo, de quien aprendí más fue de este río y de mi antecesor, el
barquero Vasudeva. Era una persona muy sencilla; no se trataba de ningún
filósofo, y sin embargo, sabía tanto como Gotama: era perfecto, un santo.
Govinda exclamo: -¡Me parece, Siddharta, que todavía te gusta la burla! Te creo
y sé que no has seguido a ningún profesor. ¿Pero, acaso no has encontrado tú
mismo esta doctrina, con algunos razonamientos o conocimientos tuyos, que te
ayuden a vivir? Si quisieras decirme alguna de esas teorías, alegrarías mi
corazón. Siddharta repuso: -He tenido ideas, sí, e incluso razonamientos de vez
en cuando. En alguna ocasión he creído sentir en mí cómo se percibe la vida en
el corazón, pero tan sólo por una hora o un día. Eran muchas las ideas, y me
sería difícil comunicártelas. Mira, Govinda, ésta es una de las cuestiones que
he descubierto: la sabiduría no es comunicable. La sabiduría que un erudito
intenta comunicar, siempre suena a simpleza. -¿Bromeas? -inquirió Govinda. -No.
Digo lo que he encontrado. El saber es comunicable, pero la sabiduría no. No se
la puede hallar, pero se la puede vivir, nos sostiene, hace milagros: pero
nunca se la puede explicar ni enseñar. Esto era lo que ya de joven pretendía, y
lo que me apartó de los profesores. «He encontrado otra idea que tú, Govinda,
seguramente tomarás por broma o chifladura, pero, en realidad, se trata de mi
mejor pensamiento. Es éste: ¡Lo contrario a cada verdad es igual de auténtico!
O sea: una verdad sólo se puede pronunciar y expresar con palabras si es
unilateral. Y unilateral es todo lo que se puede expresar con pensamientos y
declarar con palabras; todo lo unilateral, todo lo mediocre, todo lo que carece
de integridad, de redondez, de unidad». «Cuando el venerable Gotama enseñaba el
mundo por medio de palabras, lo tenía que dividir en sansara y nirvana en
ilusión y verdad, en sufrimiento y redención. No es posible otra forma para el
que desea enseñar. No obstante, el mundo mismo, lo que existe a nuestro
alrededor y en nuestro propio interior, nunca es unilateral. Jamás un hombre o
un hecho es del todo sansara o del todo nirvana nunca un ser es completamente santo
o pecador. Nos parece que es así porque nos hacemos la ilusión de que el tiempo
es algo real. Y el tiempo no es real, Govinda, lo he experimentado muchísimas
veces. Y si el tiempo no es real, también el lapso que parece existir entre el
mundo y la eternidad, entre el sufrimiento y la bienaventuranza, entre lo malo
y lo bueno, es una ilusión». -¿Qué quieres decir? -preguntó Govinda angustiado.
-¡Escucha bien, amigo, escucha bien! El pecador, que lo somos tú y yo, es
pecador, pero algún día volverá a ser Brahma, llegará a nirvana será buda..., y
ahora fíjate bien: ese «algún» es una ilusión. ¡Es sólo metáfora! El pecador no
está en camino hacia el budismo, no se encuentra en un desarrollo, aunque no
nos lo podemos imaginar de otra forma. No; en el pecador, ahora y hoy, ya está
presente el buda futuro, todo su futuro, en él, en ti, en todo se debe respetar
el posible buda escondido. «EI mundo, amigo Govinda, no es imperfecto, ni se
encuentra en un camino lento hacia la perfección. No; él es perfecto en cualquier
momento. Todo pecado ya lleva en sí el perdón, todos los lactantes, la muerte;
todos los moribundos, la vida eterna. Ningún ser humano es capaz de ver en el
otro en qué situación se halla dentro de su camino: en el ladrón y en el
jugador espera el buda, en el brahmán espera el ladrón». «En la profunda
meditación existe la posibilidad de anular el tiempo, de ver toda la vida
pasada, presente y futura a la vez, y entonces todo es bueno, perfecto: es
brahma. Por ello, lo que existe me parece bueno; creo que todo debe ser así,
tanto la muerte como la vida, el pecado o la santidad, la inteligencia o la
necedad; todo necesita únicamente mi afirmación, mi buena voluntad, mi
conformidad de amante: entonces es bueno para mí, y nunca podrá perjudicarme».
«He experimentado en mi propio cuerpo, en mi misma alma, que necesitaba el
pecado, la voluptuosidad, el afán de propiedad, la vanidad, y que precisaba de
la más vergonzosa desesperación para aprender a vencer mi resistencia, para instruirme
a amar al mundo, para no compararlo con algún mundo deseado o imaginado, regido
por una perfección inventada por mí, sino dejarlo tal como es y amarlo y
vivirlo a gusto». «Estas son, Govinda, algunas de las ideas que se me han
ocurrido». Siddharta se inclinó, levantó una piedra del suelo y la sopesó en la
mano. -Esto -declaró mientras jugaba-, es una piedra, y dentro de un tiempo
quizá sea polvo de la tierra, y de la tierra pasará a ser una planta, o animal
o un ser humano. En otro tiempo hubiera dicho: «Esta piedra sólo es piedra, no
tiene valor, pertenece al mundo de Maja; pero como en el circuito de las
transformaciones también puede llegar a ser un ente humano y un espíritu, por
ello le doy valor». Así, quizás, hubiera pensado antes. Pero ahora razono: esta
piedra es una piedra, también un animal, también un dios, también un buda; no
la venero ni amo porque algún día pueda llegar a ser esto o lo otro, sino
porque todo esto lo es desde hace tiempo, desde siempre. Y, precisamente, esto
que ahora se me presenta como una piedra, que ahora y hoy veo que es una
piedra, justamente por ello la amo y le doy un valor y un sentido en cada una
de sus líneas y huecos, en el amarillo, en el gris, en la dureza, en el sonido
que produce cuando la golpeo, en la sequedad o humedad de su superficie. »Hay
piedras que al tocarlas parecen aceite o jabón, y otras semejan hojas o arena,
y cada una es diferente y roza el Orn a su manera; cada una es Brahma, pero a
la vez es una piedra, está grasienta o jabonosa, y precisamente esto es lo que
me gusta y me parece maravilloso y digno de adoración. »Pero no me hagas hablar
más sobre todo ello. Las palabras no son buenas para el sentido secreto; en
cuanto se pronuncia algo ya cambia un poquito, se lo falsifica..., sí, y
también esto es muy bueno y me gusta asimismo, estoy muy de acuerdo que lo que
es tesoro y sabiduría de una persona, parezca a otra una locura. Govinda
escuchaba en silencio. -¿Por qué me has dicho lo de la piedra? -preguntó
vacilante, tras una pausa. -Lo dije con intención. O quizás he querido declarar
que amo precisamente a la piedra y al río, a esas cosas que contemplamos y de
las que podemos aprender. Govinda, puedo amar a una piedra, a un árbol o a su
corteza. Son objetos que pueden amarse. Pero no a las palabras. Por ello, las
doctrinas no me sirven, no tienen dureza, ni blandura, no poseen colores, ni
cantos, ni olor, ni sabor, no encierran más que palabras. Acaso sea eso lo que
te impide encontrar la paz, quizá sean tantas palabras. También redención y
virtud, lo mismo que sansara y nirvana son sólo palabras, Govinda. Fuera del
nirvana no existe nada más: únicamente palpita el vocablo nirvana. Govinda
exclamó: -Amigo, nirvana no es tan sólo un término. Nirvana es un pensamiento.
Siddharta continuó: -Un pensamiento, puede ser así. Amigo, he de hacerte una
confesión: no me gusta diferenciar mucho entre pensamientos y palabras. Para
serte sincero, tampoco soy partidario de las teorías. Me gustan más los
objetos. Aquí, en esta barca, por ejemplo, mi antecesor fue un hombre, un santo
que durante muchos años creyó simplemente en el río, en nada más. Notó él que
la voz del río le hablaba; de ella aprendió, pues el agua le educó y enseñó; el
río le parecía un dios. Durante muchos años ignoró que todo viento, nube, pájaro
o escarabajo, es igual de divino, y sabe tanto que también puede enseñar como
el río. No obstante, cuando ese santo se marchó a los bosques, lo sabía todo,
más que tú y yo, y sin profesor, ni libros; únicamente porque había creído en
el río. Govinda replicó: -Pero, lo que tú llamas «objeto», ¿es realmente algo
que tiene sustancia? ¿No se trata sólo de un engaño de Maja: únicamente imagen
y apariencia? Tu piedra, tu árbol, tu río..., ¿son realidades? -Tampoco eso me
preocupa mucho -repuso Siddharta-. ¡Qué más da que las cosas sean engaños o no!
Y silo son, también yo lo seré entonces, y de ese modo nunca me importará. Este
es el motivo que me obliga a tenerles tanto aprecio y veneración: son mis
semejantes. Por ello puedo amarlos. »Y ahora voy a exponerte una teoría de la
que te vas a reír: el amor, Govinda, me parece que es lo más importante que
existe. Penetrar en el mundo, explicarlo y despreciarlo, puede ser cuestión de
interés para los grandes filósofos. Pero para mí, únicamente me interesa el
poder amar a ese mundo, no despreciarlo; no odiarlo ni aborrecerme a mí mismo;
a mí sólo me atrae la contemplación del mundo y de mí mismo, y de todos los
seres, con amor, admiración y respeto. -Eso sí que lo comprendo -interrumpió
Govinda-. Pero precisamente fue este punto lo que el majestuoso reconoció como
engaño. Gotama ordena benevolencia, respeto, compasión, tolerancia, pero no
amor; nos prohibió atar a nuestro corazón en el amor hacia lo terrenal. - Lo sé
-repuso Siddharta. Y su sonrisa tenía un brillo dorado-. Lo sé, Govinda. Y
mira, ya nos encontramos en medio de la espesura de las opiniones, en la
discusión por palabras. No puedo negarlo: mis palabras sobre el amor
contradicen, mejor dicho, parece que contradicen a las palabras de Gotama. Esa es
la causa que me hace desconfiar de los términos, pues sé que esta contradicción
es un engaño. Sé que estoy de acuerdo con Gotama. ¡Es imposible que el
majestuoso no conozca el amor! ¡El, que ha llegado a conocer todo lo humano en
su carácter transitorio y vanidoso, y que a pesar de ello amó tanto a los seres
humanos! ¡El, que empleó toda su larga y penosa vida únicamente para ayudarles,
para enseñarles! »También en Gotama, tu maestro, prefiero sus hechos antes que
sus palabras. Sus actos y su vida me parecen más importantes que sus oraciones,
el gesto de su mano es más interesante que sus opiniones. No veo su grandeza en
el hablar, ni en el pensar, sino en sus obras y su existencia. Durante mucho
tiempo permanecieron callados los dos ancianos. Entonces Govinda dijo al
despedirse: -Te agradezco, Siddharta, que me hayas comunicado tus pensamientos.
Por un lado son extraños, y no todos los entendí de primera intención. Pero sea
como sea, te lo agradezco y deseo que pases tus días en paz. «Sin embargo
-pensó para sus adentros-, este Siddharta es una persona extraña, habla de
raras teorías y su doctrina me suena a locura. La del majestuoso se ve más
clara, distinta, pura, comprensible; no contiene nada de rarezas, ni locuras o
ridiculeces. Pero ya no me parecen tan distintos al majestuoso, las manos y los
pies de Siddharta, ni su frente, su aliento, su sonrisa, su saludo, su manera
de andar. Jamás nadie, después de que nuestro majestuoso buda entrara en el
nirvana me obligó a exclamar: ¡Este es un santo! Sólo ante Gotama, y ahora ante
Siddharta. Aunque su doctrina sea extraña y sus palabras suenen a locura, la
mirada, la mano, la piel, el cabello, todo él respira una pureza, una
tranquilidad, una serenidad y clemencia y santidad que no he visto en ningún
otro hombre, después de la muerte de nuestro majestuoso profesor.» Mientras
Govinda pensaba así, en su corazón mantenía un conflicto, y de nuevo se sintió
atraído a Siddharta por amor. Se inclinó profundamente ante aquel hombre que se
hallaba sentado, lleno de serenidad. -Siddharta -empezó-, hemos llegado a ser
hombres viejos. Difícilmente en esta vida volveremos a encontrarnos. Veo,
amigo, que has hallado la paz. Yo te confieso que no la he conseguido. ¡Dime,
venerable, una palabra más! ¡Dame algo para el camino, algo que pueda entender
y comprender! Concédeme algo para ese camino. Frecuentemente mi marcha es
difícil y sombría, Siddharta. Siddharta no pronunció palabra; le miró con
sonrisa tranquila, siempre igual. Govinda clavó su vista fijamente en su
rostro, con temor, con anhelo. Su mirada expresaba sufrimiento y una búsque- da
eterna y un eterno rastrear. Siddharta le observó y sonrió. - ¡ Acércate a mí!
- susurró al oído de Govinda -. ¡ Acércate a mí! ¡Así, más cerca! ¡Muy cerca! Y
ahora, ¡besa mi frente, Govinda! Y sucedió algo maravilloso mientras Govinda
obedecía sus palabras, entre un presentimiento y el amor que le atraía: se le
acercó mucho y rozó su frente con los labios. Todo ocurrió mientras sus
pensamientos se ocupaban todavía de las extrañas palabras de Siddharta,
mientras se esforzaba aún por quitar el tiempo en vano y con resistencia de sus
pensamientos, y de imaginarse el nirvana y sansara como una misma cosa, a la
vez que sentía desprecio por las palabras de su amigo y luchaba en su interior
con un enorme respeto y amor. Así fue. Ya no contemplaba el rostro de su amigo
Siddharta, sino que veía otras caras, muchas, una larga hilera, un río de
rostros, de centenares, de miles de facciones; todas venían y pasaban, y sin embargo,
parecía que todas desfilaban a la vez, que se renovaban continuamente, y que al
mismo tiempo eran Siddharta. Observó la cara de un pez, de una carpa, con la
boca abierta por un inmenso dolor, de un pez moribundo, con los ojos sin
vida..., vio la cara de un niño recién nacido, encarnada y llena de arrugas, a
punto de echarse a llorar..., divisó el rostro de un asesino, le acechó
mientras hundía un cuchillo en el cuerpo de una persona..., y al instante
vislumbró a este criminal arrodillado y maniatado, y cómo el verdugo le
decapitó con un golpe de espada..., distinguió los cuerpos de hombres y mujeres
desnudos y en posturas de lucha, en un amor frenético..., entrevió cadáveres
quietos, fríos, vacíos..., reparó en cabezas de animales, de jabalíes, de cocodrilos,
de elefantes, de toros, de pájaros..., observó a los dioses, reconoció a
Krishna y a Agni..., captó todas estas figuras y rostros en mil relaciones
entre ellos, cada una en ayuda de la otra, amando, odiando, destruyendo y
creando de nuevo. Cada figura era un querer morir, una confesión apasionada y
dolorosa del carácter transitorio; pero ninguna moría, sólo cambiaban, siempre
volvían a nacer con otro rostro nuevo, pero sin tiempo entre cara y cara... Y
todas estas figuras descansaban, corrían, se creaban, flotaban, se reunían, y
encima de todas ellas se mantenía continuamente algo débil, sin sustancia, pero
a la vez existente, como un cristal fino o como hielo, como una piel
transparente, una cáscara, un recipiente, un molde o una máscara de agua; y esa
máscara sonreía, y se trataba del rostro sonriente de Siddharta, el que Govinda
rozaba con sus labios en aquel momento. Así vio Govinda esa sonrisa de la
máscara, la sonrisa de la unidad por encima de las figuras, la sonrisa de la
simultaneidad sobre las mil muertes y nacimientos; esa sonrisa de Siddharta era
exactamente la misma del buda, serena, fina, impenetrable, quizá bondadosa,
acaso irónica, siempre inteligente y múltiple, la sonrisa de Gotama que había
contemplado cien veces con profundo respeto. Govinda lo sabía: así sonríen los
que han alcanzado la perfección. Sin saber si existía el tiempo, si había
pasado un segundo o cien años, desconociendo si eran realidad un Gotama, un
Siddharta, si vivía el yo y el tú, alcanzado su interior por una flecha divina
cuya herida es dulce, encantado y roto su corazón..., Govinda permaneció
todavía un tiempo inclinado sobre el rostro bronceado de Siddharta, el que
besara hacía un momento, el que fuera escenario de todas las transformaciones,
de todos los orígenes, de todo lo existente. El rostro de Siddharta no había
cambiado tras cerrarse en su superficie la profundidad y la multiplicidad;
sonreía serena, suavemente, quizá muy bondadoso, acaso irónico, exactamente
como había sonreído el majestuoso. Govinda se inclinó profundamente: las
lágrimas rodaron por sus mejillas arrugadas, sin que él siquiera lo notara;
sintió como fuego su más profundo amor, su más modesta veneración en el alma.
Se inclinó ante Siddharta casi hasta el suelo; Siddharta permanecía sentado, sin
moverse, y su sonrisa recordaba que jamás había amado, que nunca en la vida
había tenido algo que considerase valioso y sagrado.
Fin